Hoy he caído presa de uno de mis rituales favoritos. Mi tío dijo que con los años se me pasaría, que eran tonterías de la edad. Pero el tiempo corre y yo sigo viendo Friends no con la diversión del primer día, sino con el entusiasmo de quien conoce las bromas y ríe por adelantado. Tan “tonta” es la generación a la que pertenezco que encumbramos la serie a símbolo y su I´ll be there for you a himno rebosante de fraternidad. Los noventa eran otros tiempos. Frente al televisor, en ese momento que discurre entre el café y la tostada, regreso a esta joya televisiva. Una pieza concienzudamente tallada desde el capítulo piloto. Poco más de veinte minutos en los que se adivina el desarrollo de la serie. La chispa que prenderá fuego a las rocambolescas vidas de sus protagonistas durante diez temporadas. Capítulo a capítulo sus guionistas desgranaron la idea de alguien que te quiera bien. Es difícil elegir una escena, pero quizá la entrada de Rachel Green en el Central Perk con su traje de novia a la fuga justo después de que Dios escuchara las plegarias de Ross Geller (“Yo no quiero estar soltero, ¿vale? ¡¡Sólo quiero estar casado otra vez!!”) fuese el inicio de esa idea. Para las chicas Rachel encarnaba el arquetipo de princesa en apuros a la que aspirar. Y no por su relación con Brad Pitt o el hecho de que su peinado se convirtiera en moda, sino porque a su alrededor estaban de manera inquebrantable: la amiga que le acogía y cuidaba; el que hacía malabares entre mejor amigo y gran amor; y tres íntimos más que completaban el reparto perfecto de amigos. Los que se cuentan con los dedos de una mano. Entre todos le regalaron una vida nueva. El resto es historia de la televisión. En los noventa sólo había que saber estar cerca y compartir situaciones ridículas. Ni el pegamento unía tanto. Era fácil para una perdedora profesional calibrar quiénes eran tus amigos. Te acordabas de quien no te olvidabas, quien dejaba huella en tus cuadernos o firmaba con típex tu mochila.
Un millón de amigos
Ahora, en pleno boom de las redes sociales, puede parecer plausible conseguir un millón de amigos tal como cantaba Roberto Carlos en 1988. Ser influencer e incluso “mocatriz”: modelo, cantante y actriz. No sólo para que alguna marca te patrocine sino porque la cifra que alcanzas indica poder, autoridad y prestigio en la balanza de amigos. Aceptación a base de likes. Hace años el antropólogo Robin Dunbar teorizó sobre el número ideal, para ello estableció diferentes categorías que van desde los que se escriben en mayúsculas hasta los que aún no te explicas la razón de esa amistad. En un primer bloque estarían los íntimos, que son entre tres y cinco. Después los cercanos, aproximadamente diez. Personas a las que tienes afecto, simpatía o estima, más o menos treinta. Y por último, hasta llegar a ciento cincuenta, la marabunta, en otras palabras: los conocidos. Los que se quedan tan a gusto cuando en el reencuentro te preguntan “¿qué tal todo?”. Como si “todo” pudiera responderse en una frase y no necesitase de largometraje con una dramática banda sonora de Alberto Iglesias y su correspondiente nominación al Oscar. Venga ya. El capítulo trece de la sexta temporada remarca esta idea del número cuando se escucha el “knock, knock” de la puerta y, extrañados, sintiendo que no falta nadie, se miran los unos a los otros revisando que están todos. Era Jill Green pidiendo auxilio. Las redes sociales evitan que las relaciones se desintegren a través de gestos simples (like, comentario, mensaje), pero no más. La amistad requiere de esfuerzo cognitivo, de regalar tiempo de calidad. En otras palabras: prestar atención e interés. Pocos vocativos hay mejores que poder ser nombrado amigo. Una alabanza al alcance de pocos.
“Amistad, el resto es selva”
Uno de mis escritores favoritos, haciendo uso de la ironía, dijo estar entre lo más granado de la sociedad española porque era una de las tres personas para las que un día llegó a cerrar El Corte Inglés. “El sueño de todo español”. Él protagonizaba una especie de club de lectura que parecía no querer acabar. Y ya se sabe que “no hay nada peor que terminar un acto antes de tiempo”. Las otras dos celebrities habían sido Isabel Pantoja y la Reina Sofía, quienes gozaban de poder recorrer sus pasillos con los carros repletos de necesidades al antojo del domingo sevillano o en la quietud de la noche madrileña después de que el ciudadano de a pie lo desalojara. Con esta anécdota tan singular se presentaba en el Festival Ñ de Málaga David Trueba, en mitad de una charla sobre la amistad con su colega y compañero de editorial Juan Villoro. Entre bromas la destriparon con frases del tipo “para tener amigos no puedes tener sentimientos” o “amistad: una embarcación en la que pueden viajar dos cuando hay buen tiempo y sólo uno cuando hay tormenta”. Para cerrar con “amistad, el resto es selva” de Jorge Guillén, que apunta a la idea de que si no se expande esa concepción ideal de la amistad lo que queda es hostilidad, odio. Hacerse mayor va de saber perder, de dejar espacio para que otros lleguen. Pero esto se ha vuelto barato. Quizá, echar de menos a tiempo podría ser parte del manual de querer bien. Un camino de miguitas para que exista un lugar al que retornar porque estar con un amigo que ya no lo es da la misma pereza que pisar una discoteca con el suelo pegajoso. Empatía en altas dosis para un mundo que comienza a contar a los viejos amigos como contactos en la marabunta. No cualquiera tiene la suerte de poder ser Rachel Green y regresar al Central Perk con la excusa de un café.
La verdadera amistad se puede contar con los dedos de una mano y a veces te sobra algún dedo. Eso dicen…
Eso dicen y eso es…