Podría haber sido una noche como cualquier otra bajo las estrellas de la Gran Vía madrileña pero el ritmo del piano ya presagiaba el cruel desenlace. La cara de Tatiana también. Sin levantar los ojos del menú, Andrés exclama “qué alegría, tienen langosta termidor, vamos a cenar como reyes, mi vida”. Entonces ella deja escapar ese viejo clásico del cine, el manido “tenemos que hablar”. Ellos, que habían vivido un amor efervescente, fugaz y hedonista, habían caído presa de lo convencional. Habían cambiado la aurora boreal de Groenlandia por la langosta termidor y el buen vino. Madrid, y ya está. Se habían acomodado apartando el riesgo de sus vidas. La fascinación se ahogó en la rutina de los sueños pequeños y la cama calentita. Como lo mejor de su relación era que no tenía que ser para toda la vida, él insistió en ese amor incendio y pirata. Al final, muerto de celos, le preguntó lo inevitable. Tatiana, avergonzada, suplicó “no me lo pongas más difícil”. Los convencionalismos son como el protocolo, facilitan la actuación. En el reparto de bienes la botella de vino de esa noche fue para él. “Ella ya no va a beber”. Nunca es buen momento para romper, pero duele más si te marchas con la copa a medias. Los guionistas, llevando al espectador de la mano en lo que sabíamos que iba a ser una masacre emocional, insistieron en hacer uso del guion clásico. “Siga a ese coche” y a continuación apareció la tormenta, el cielo lloró lo que el ego masculino se negó. Pura cortesía sobrenatural. La guinda a la escena la puso la aparición del “amante pasajero” escondido bajo un paraguas rojo delatador. Andrés bajó del taxi, entró en el hotel y sentado frente al amante en el bar, aprovechando que ella no estaba, le preguntó “¿tú sabes lo que es la elegancia?”. Derrotado en el amor por su propio hijo la escena acabó de la manera más poética, simbólica y teatral. Tras el primer sorbo de negroni, Andrés tiró la cubitera contra el espejo, arrasó el mausoleo de copas y destruyó todo a su paso. Qué importaba la cárcel si le habían roto el corazón.
España y su cultura de bar
España tiene El Quijote, cuatro lenguas oficiales y una cultura de bar cargada de picaresca. Más de un niño ha echado los dientes tras la barra y ha aprendido sus primeras lecciones sentado en un taburete con un mosto en un bar como el Tropezón de Carabanchel Alto. Existe un extraño cordón umbilical. Es ese lugar donde muchos españoles desconectan del móvil e inician una terapia mindfulness, apagan las neuronas y se esconden del mundo. Las historias corren igual que el grifo de cerveza, son tan agitadas como un cóctel y fuertes como un chupito de absenta. En la consulta del taburete es imposible que no se geste la camaradería con tal sobredosis. En la tercera ronda aparece el manual de autoayuda y superación. Sí, los bares han curado más corazones rotos que Jesús Puente. En nuestro país hay tanta pasión que no se sabe si fue antes el bar o el español, el huevo o la gallina. Algunos creen que tras la construcción de las pirámides, esos seres sobrehumanos pusieron en pie El Rinconcillo, la taberna más añeja y castiza de España. Es tanta la devoción por el bar que el domingo aglutina más fieles que la parroquia, también regala hostias. La culpa la tiene el fútbol, los hinchas no paran de implorar a Dios, que suele estar con Benzema. Y si la capital del reino es del vermú, el negroni debe ser su primo hermano. Es la exquisita combinación del vermú rojo, con Campari y base de Gin. El antojo de un conde italiano que un día, recién llegado de Londres, decidió cambiar la soda americana por ginebra. El brebaje exige medidas perfectas. Un tercio exacto de cada una y, además, frías. El hielo tallado o en cubitos, nunca molido o picado. Añádele unas gotas de zumo de naranja, una rodaja y mézclalo haciendo bailar los hielos en el vaso bajo y ancho. El resultado puede ser el éxtasis de Santa Teresa, pero si las proporciones y la temperatura no son las adecuadas el negroni puede convertirse en la excusa para hacer saltar todo por los aires.
Reseñas con mucho negroni en el club de lectura de Pingüino Buendía
Negroni, la fría combinación del tercio exacto
Las historias que de verdad construyen a las personas lo normal es que tengan una buena dosis de fracaso, de amor y de un ridículo espantoso. Quizá un tercio exacto de cada. A menudo se nos olvida que la vida es una expedición de noches en vela y amaneceres embriagados de cafeína, de equilibrismo en los abismos de la humanidad y de esa “última copa”. Lo chungo sería ser aséptico como un colutorio, un sucedáneo igual que los palitos de cangrejo. Un trasplante mal hecho que el cuerpo rechaza antes que después. Una franquicia de Starbucks, y ya está. Andrés, Berlín para los amigos, estaba lleno de defectos pero era un tipo genuino que decidió morir para resucitar. Cuando su hermano le preguntó cómo había sido tan tonto para ir a la cárcel, su excusa fue que el negroni que le habían servido estaba horrible. Poco después se embarcó en un plan complicado y a última hora aceleró su muerte. Vació el cargador para cubrir a los camaradas con los que había brindado durante meses mientras cantaban “Bella Ciao”. La vida para él era una celebración que consume y a veces mata. Eso sí, jamás se ahogó en el qué dirán. A David Gistau le hacía gracia imaginar en Capri a Sophia Loren decir “faraglioni” con la boca llena de espaguetis. “Mira que nos hemos dejado cosas sin vivir”. Qué importa si fue antes el bar o el español, el mundo es para quienes lo viven de manera agitada y fuerte como las historias corren en un bar. Para los que en la tormenta se acuerdan del viernes por la tarde cuando el sol se hace fuerte tras el cereal de la cerveza, para quienes agradecen las patatillas sin haberlas pedido, para los que aún se les eriza el vello. Un tercio de gin, de vermú rojo y Campari bien frío, igual que las sábanas nos gustan en verano. Hielo tallado o en cubitos. Zumo de naranja, una rodaja y a bailar. No es tan difícil, joder. Chin chin, y ya está.
Jajaja, me ha encantado el recuerdo del bar el tropezón. Y lo bien escrito que está el artículo
Qué ilusión, muchas gracias!!! Soy tan fan de Manolito que no podía dejarle fuera, con sus historias y su filosofía se ha convertido en un compañero adorable
Esa escena de la casa de papel es espectacular. Preparar mal un negroni, habráse visto! Me encanta. Y efectivamente, dios suele estar con Benzema…..y nada más…..
Claro, normal que estallara! jaja. Muchas gracias Jorge 🙂