Cada martes y cada viernes una poderosa ilusión ocupa mi ser durante unos instantes. Podría decir que por unos momentos vuelvo a vivir la sensación de acostarme la noche del cinco de enero cuando tenía siete años y me metía nerviosa en la cama pensando si mi mirada acero-azul, al más puro estilo Zoolander, habría cautivado a los Reyes Magos durante la cabalgata o si habrían leído mi carta con el detenimiento que mis deseos requerían, porque ya había pasado que sus Majestades de Oriente se habían equivocado alguna vez. Dos días a la semana, martes y viernes, como si entrase en línea directa le pongo galletas con leche al karma, enciendo el interfono y dejo que las ondas fluyan. Comienzo a recordarle lo bien que me he portado a la vez que rememoro todas las desavenencias que me ha lanzado. Caprichosas, arbitrarias, inexplicables. Un strike tras otro para la bateadora patata. Porque no, no tenemos lo que merecemos. Culmino mi rito chamán concentrándome como si fuera Eleven de Stranger Things salvando a la humanidad para exigir justicia divina. Entro en línea con la suerte y le digo “tú sabes que merezco que me toque a mí el Euromillón de hoy”.
Un cielo aquí en la Tierra
Hubo una época en la que siempre me tocaba un pellizco, entre cinco y veinte euros, lo que me hizo tener fe en mi capacidad para evocar a los millones. Devota por el razonable precio de dos euros y medio el boleto. Una religión barata que nos promete un cielo aquí en la Tierra. Tanta fue la credulidad que una tarde, mientras caminaba por el centro de Madrid y me ponía los dientes largos frente a los escaparates, una seductora voz me dijo “gástate todo lo que tienes, si te va a tocar, qué más da”. Por fortuna se impuso la cordura. No me tocó. Un día más acaricié las estrellas, rocé los números ganadores y vi mis fantasías deshacerse como el arcoíris de la cascada del Cenote de Zaci, a su hora exacta. Entre todos los castillos de arena que levanté lo que jamás imaginé es cómo podría gastar tan descomunal cantidad de dinero. Ser mileurista acota ese tipo de sueños a la par que incrementa una especial sensibilidad por el gasto, por el agujero negro al que van a parar los euros. Una dimensión paralela y desconocida que nos asalta cuando menos lo esperamos. Los llamados gastos extras. Un asiento contable en el que el deber y el haber tienen que cuadrar.
El karma permanece enterrado bajo la arena
En Dubai nada de esto ocurre. Lejos de la ensalada de pasta y el arroz a la cubana de un gran número de hogares españoles, la gente vive de brunch en brunch y paga copas (de plástico) a precios que ya te podrían bajar la Luna como telón de fondo mientras la Filarmónica de Viena toca La marcha Radetzky. La ostentosidad y la especulación alcanzan el nivel del oro negro mientras el karma permanece enterrado bajo la arena. Podríamos hablar de máquinas expendedoras de lingotes de oro, del caballo de carreras que lleva por colgante un diamante con su propia cabeza tallada o simplemente de los ocho millones de euros que aquí se pagaron por una matrícula de coche. Remarco el “simplemente”. El modelo de soñador de las Mil y una noches chirría, es hortera y compra sus sueños. Nunca he podido llegar a ese nivel. Nunca he querido llegar a ese nivel. Sin embargo, ha sido inevitable codearse con gente que aspira a él, y ahí es donde entran las las invitaciones que he vivido. “Invitaciones”. No hay octubre que no recuerde la cena en The Meat Co. Él siempre será el filete de mi vida. Un trozo de carne que marcaba cien euros, lo que irremediablemente hizo que me supiera a gloria bendita en parte porque no me podía permitir que tuviera otro sabor. Condimentado con sal, espárragos verdes de guarnición y bien de marketing. La tasación exigía disfrutarlo, un responsable compromiso emocional.
Hoy también
En la lista de recuerdos inmortales me viene a la cabeza aquella vez que nos trajeron una botella de Ramón Bilbao Crianza por el módico precio de cien euros. Algo que en España no llega a los siete euros en bodega. Pero esa noche pedía una cuadrilla con más sed de etiqueta española que de razón. Inolvidables también son comentarios del tipo: “la mesa de mis sueños a mitad de precio” (dos mil euros), “yo con menos de cinco mil no podría vivir”, “unos altavoces normalitos para la televisión mínimo nueve mil” y por supuesto, “lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas”. Las insólitas y petulantes necesidades al desnudo: los cuentos chinos de los encantadores de serpiente. Se suele olvidar que el mayor bien es pequeño. Un placer mundano y efímero. Bienes inmateriales como la puesta de sol, la siesta o la satisfacción de comer un bocadillo de jamón cuando alcanzas la cima. No es más pobre quien todas las semanas come tortilla de patatas sino quien no se conforma con tener cinco cuartos de baño en casa. Sin embargo, la capacidad de soñar de la que yo hablo es algo bien distinto y poco tiene que ver con el dinero. De manera que un día más cierro los ojos e inspiro profundamente. Vuelo hasta dejar atrás todos los vasos de plástico con dos tristes hielos en los que llegan las copas en esta ciudad burbuja de exclusividad. Escucho el eco de mis ilusiones y durante unos segundos, con los ojos apretados muy fuerte, al compás de mi palpitar, me convierto en alpinista de sueños imposibles. Me concentro en todo lo bueno, acumulo fe y le pongo galletas al karma.