No falla, con la cara embadurnada de protección solar, el moño mal hecho y yo nos metemos en el ascensor a eso de las dos. A la hora en la que medio mundo come yo me escapo a la piscina para empaparme de luz, vitaminar los huesos y el alma. El sol se cuela y oculta entre las torres, aparece y desaparece al antojo del perfil urbano. Edificios gigantes que sin saberlo se convierten en las manecillas de un peculiar reloj de sol en esta idiosincrasia de arena. Lo tengo estudiado. A la una y cuarenta y cinco los primeros rayos avisan levemente tras Marina Heights Tower, pasados unos minutos, la Tierra que nunca ha dejado de girar, hace que se cuelen con una potencia férrea hasta iluminar las dos primeras franjas de mi piscina. Cuando el sol se choca con Princess Tower, un coloso de cuatrocientos catorce metros, nos hunde en la penumbra. En cuarenta y cinco minutos barre la piscina en fracciones. Es mi momento de soledad preferido. Sólo me acompañan pajarillos que, desde que se ha corrido la voz en el mundo animal de que salvé a una abeja, me revolotean simulando una escena Disney.
Klara y el Sol
Pero hoy no es ese día. Hoy lo que encuentro parece un campo de batalla. Un montón de extraños que sorprendidos me examinan de arriba abajo y se preguntan “¿y esta quién es?”. Es lo que yo llamo la conquista del sol. Elegimos esta casa en parte por la piscina, había algunas que parecían contenedores gigantes de sopa de pollo. La gente se bañaba vestida con sus pantalones vaqueros, su camisa, su vestido y aquello que emana del cuerpo. Esto, unido al infierno de agosto en Dubái, pasaba de una simple cocción a un caldo enriquecido. Cuando hago el check-in miro a un lado y a otro intentando buscar una tumbona, un hueco libre en el que dejar mis bártulos mientras nado. “¿Your name, madam?” “Clara. No, with K no, with C”. “Ok, madam”. Se pone nervioso y me tapa la hoja de registro, pero da igual, ya he visto que lo ha hecho con K. Hoy soy Klara. Otro clásico de mi vida, mi nombre con desacierto. En España casi nunca era Clara. Podía ser Blanca, Mara, Marta, Carla, Sara y por supuesto Lara, pero rara vez Clara. Hubo un día que me llamaron Blanca Rojo y sólo pude emocionarme ante semejante intento de memoria. Es lo más cerca que el pasado ha estado de recordarme. Con las miradas puestas en mí me dirijo al único hueco libre y de ahí me desvanezco en el agua quitándome veinte grados de encima. Todavía rondamos los cuarenta.
La piscina, del caldo de pollo al escaparate
Mi moño despeluchado y yo nos sentimos habitantes de otro planeta. Es una estampa ridícula más propia de Sálvame Deluxe que de una piscina comunitaria, de plató de televisión en el que la gente se transforma bajo los focos y finge superioridad para llamar la atención. Mis vecinos sienten la piscina como la pasarela de Victoria´s Secret, así que bajan del cielo con sus mejores galas y unas pestañas postizas capaces de cambiar la dirección del viento de un parpadeo. Maquillaje y más anillos que Saturno completan el look. Callados, como si formaran parte de un anuncio cambian de posición siguiendo la ruta del astro. Es un pose continuo, un alarde exhibicionista en el que el michelín está prohibido. En la conquista del sol los cuerpos se estiran ganando terreno en bordes y escaleras. Pieles achicharradas que regulan su termostato acariciando el agua. Parecen parte de un escaparate. Maniquíes todos iguales, fabricados en serie como las galletas de molde o el Ford. Sólo yo nado. Es una escena tan surrealista que es incómoda. De repente aparece en pantalla mi tanoréxico preferido. Un señor de edad indeterminada, desbordado de piel naranja y bañador minúsculo que asfixia un cuerpo generoso. Es la sirenita varada. Comienzo a sentirme en la piscina como la protagonista de la última obra de Ishiguro, Klara y el Sol.
La divina imperfección
Klara, es un robot. Una amiga artificial (AA) especializada en el cuidado de los niños. Hasta que la adquieren, observa la vida de los humanos desde el otro lado del escaparate de la tienda en la que vive. Analiza las actitudes de los transeúntes, su forma de sentir y de comportarse, pero ni siquiera es capaz de entenderlos del todo cuando es comprada por una familia y la preparan a conciencia para sustituir a un humano. En la obsesión social por mejorar de quienes le rodean descubre un mundo impasible y desalmado. La preocupación enfermiza por ganar estatus ha aniquilado sentimientos como el amor y comportamientos tales como la compasión. A través de la obra, Kazuo Ishiguro cuestiona una y otra vez qué nos define como seres humanos, qué es aquello que las máquinas aún no pueden replicar. Mi piscina comunitaria es una versión temprana del mundo que describe el japonés, una dicotomía. Aún así yo me pregunto si no es el defecto lo más inimitable de los seres humanos. El michelín de la sirenita varada, el moño despeluchado, las estrías o las ojeras cultivadas. La divina imperfección que tanto dista de los ideales impuestos. Defectos que sin la opresión colectiva se abrazarían con mayor frecuencia. Aprender a ser nosotros mismos y no la aspiración a un maniquí es lo único que nos puede salvar. En la conquista del sol, larga vida al michelín.
Me ha encantado y como conozco el edificio y la piscina lo he vivido contigo
Ya sólo falta que te presentemos a esos vecinos 😛 Muchas gracias Boto!!