Habían salido a pescar como cada mañana con la diferencia de que esta vez llegaron a alta mar. Al principio los tres hermanos sólo consiguieron atrapar tiburones. Se mofaban de la promesa que el pequeño de ellos había hecho momentos antes de partir, “conseguiremos un sinfín de peces”. Cansado de las risas Maui se determinó a usar el anzuelo mágico que le había regalado su padre y puso de cebo la gallina roja preferida de Hina, su madre. Pronunció las palabras mágicas invocando a los dioses y les pidió, con todas sus fuerzas, capturar a la ballena del infinito, la gran Ulua. Cuenta la leyenda que el anzuelo comenzó a moverse y a tirar de él hacia las profundidades del océano, que el Pacífico se volvió violento escupiendo sábanas de olas, algunas del tamaño de las montañas. El agua salada pactó con el viento y se levantó igual que un cañón en torno a la barca. Demostrando una fuerza sobrehumana Maui aguantó dos días el pulso marino, después les pidió a sus hermanos que le ayudaran y entre los tres tiraron con energía de la caña. Lo que emergió no fue un pez gigante sino un pedazo de tierra. Uno de los hermanos se asustó y soltó la caña con tan mala suerte que el sedal se rompió. La tierra que colgaba del anzuelo se estrelló rompiéndose en los pedazos que hoy forman el archipiélago de Hawái. Sobre él los dioses colocaron la constelación de Escorpio, para rescatar de la memoria la hazaña si el olvido amenazaba con borrarla.
La clarividencia de un mai tai
En Lahaina, un pueblecito de pescadores balleneros reconvertido hoy en una de las principales sedes turísticas de la isla de Maui, tomamos nuestra última hamburguesa con piña mientras nos pimplamos un mai tai. Cóctel que combina exóticos ingredientes vacacionales con un toque diurético y mucha azúcar y pone la guinda a diez días épicos. Receta turística sin efectos secundarios a corto plazo. Al otro lado de la ventana del Cheeseburguer In Paradise hay una fila de veleros que fondean en esa belleza líquida que suscita el ocaso. Bocados de fantasía para abordar lo inasumible. Estamos despidiéndonos de Hawai y es la primera vez que soy capaz de admitirme a mí misma que estoy aquí porque hasta hace poco sentía estas islas más lejos que las estrellas. Partimos el diez de octubre y llegamos el mismo diez de octubre tras más de veintidós horas de vuelo. Después de años escuchando la mítica canción de Mecano. Miraba la distancia, chequeaba hoteles en internet y al final regresaba al baño, echaba sal en la bañera y sin hacerme unos largos me preguntaba, igual que Ana Torroja, “cuándo podré ir a Hawái…” . Era inevitable para una niña que se fascinaba con pompas de jabón etiquetar a este lugar como paraíso y peor aún, pensar que llegaría a pisarlo. Dios bendiga la imaginación, fuerza centrífuga de la que germina lo imposible. Gasolina vital de la que nacen ideas poderosas.
Una tierra que palpita y está viva
Lejos de la magia que envuelve el mito de Maui, el archipiélago de Hawái se creó por el movimiento lento de la placa tectónica del Pacífico que se aposentó sobre un foco volcánico fijo. Un foco que cada vez que entra en erupción vierte una masa de magma que se levanta sobre el fondo marino creando poco a poco una nueva isla. El conjunto hawaiano es una cadena de suspiros de las misteriosas profundidades de nuestro planeta. La última bocanada fue la isla que da nombre al archipiélago: Hawái. Esta es la demostración de que bajo nuestros pies el planeta palpita, de que la vida se abre camino y lo mejor vive dentro de este mundo. Nacida del fuego, la acción del agua y la sabiduría del tiempo se origina una naturaleza tropical de playas de arena verde olivino y rojas como la sangre entre palmeras, rocas volcánicas y acantilados. Joyas para los surfistas, los que tienen sed de aventuras y los que se decantan por la tumbona. Un paisaje con una topografía abrupta en la que se encadena lo frondoso con lo seco, los bosques de bambú con los eucaliptos, las coníferas con un suelo negro lleno de grietas que el futuro enmoquetará igual que un campo de golf.
Hawái, un landmark llamado experiencia
Waipio Valley se hunde entre montañas que adornan sus paredes con cascadas de cortinas, campos de taro, loto y aguacate. Es un lugar sagrado custodiado por los vientos. La talla de Mauna Kea acongoja al Everest y al mismísimo cielo. Akaka Falls nace de la vergüenza adúltera de un jefe guerrero y las lágrimas vertidas por sus amantes. Hana Road es la montaña rusa de las carreteras: más de cien kilómetros de sinuosas curvas atravesando una exuberante selva tropical, jardines, cataratas y playas de ciencia ficción. En el archipiélago hawaiano de los árboles y los arbustos brotan flores que antes sólo vivían en la imaginación. Es un paraíso indómito e impetuoso en el que creación y destrucción van de la mano con fogosidad y no se comprenden la una sin la otra. Pero llama la atención que en la invención del edén no exista un landmark, un lugar emblemático concreto como la Torre Eiffel lo es a París o el Empire State a Nueva York. Era algo que buscábamos desde que comenzamos a organizar el viaje y no fue hasta el final cuando comprendimos el mecanismo de esta fábrica de sueños, que no la canción. Lo emblemático era la experiencia vivida. La aventura de la que partíamos atravesando franjas de tiempo, era el cielo cuajado de estrellas, las tortugas que nos acompañaban nadando y el señor que cantaba al amanecer desde la cima del Haleakala. Era una receta con efectos secundarios a largo plazo que desencadenaba en el génesis de los colores igual que el champagne a las burbujas y los éxitos pop de los ochenta a Mecano. No salimos a pescar la ballena del infinito, sino a explorar con ella. El viaje continúa.
A la luz del flexo nos damos un bexo…..y a la luz de Lahaina nos comemos una hamburguesa con piña 🤤.
Queremos saber más de ese viajazo!
Yo quiero volver, apúntalo en tu agenda. Kauai 2024!!! jajaja. Ah, el bexo también 🙂