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Destellos de imaginación en Japón

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Tabernas de Chiyoda en Tokio, Japón
Tabernas bajo las vías del ten en el distrito de Chiyoda.

Es imposible viajar a Japón y no regresar asombrada ante el desfile de belleza e imaginación que abarrota hasta el último recoveco. Orgullosos de preservar sus mitos y antiguas tradiciones culturales, los japoneses son el último eslabón de la civilización moderna que acaricia la divinidad. La valentía y respetabilidad del samurái, capaz de morir por honor utilizando la técnica del harakiri; la pasión por el té matcha, que sentada sobre el tatami sabe incluso mejor, y con el que se hacen pasteles, helados e incluso noodles; sus parques y jardines repletos de referencias simbólicas donde el paseo ofrece una oportunidad de reflexión y reencuentro con una misma; el misterioso mundo de las geishas cuya sensibilidad remite a una obra de arte en movimiento; el kimono, que como un regalo envuelve el cuerpo de capas de sorpresa que expresan historia, elegancia y la más elevada exuberancia asiática o el monte Fuji, que es objeto de veneración y lugar de peregrinaje. Sin embargo, Japón también es innovación tecnológica, anime y multitudinarios pasos de cebra que conectan los unos con los otros ofreciendo las distintas corrientes de un río humano. Al fondo de una de estas intersecciones, en la calle que lleva su nombre, emerge Godzilla. El dinosaurio mutante convertido en estrella del cine japonés y del subgénero kaijū. Gente conduciendo karts vestida de Pikachu por las principales carreteras de Tokio, cafeterías que proporcionan mascotas que acariciar y otakus en Takeshita Street, Harajuku o el barrio de Akihabara que con su singular indumentaria emulan a sus personajes favoritos del manga o el anime. Quizá por este despliegue de imaginación urbana, si en uno de sus hoteles cápsula nos dijeran que partimos a un viaje galáctico nos lo tendríamos que creer. A ojos del soñador este país nos ofrece un horizonte mental infinito. Aterrizar en él requiere algunas sencillas instrucciones para una occidental. En este reino del silencio se evita la mirada directa y el saludo es una reverencia. Pero lo más curioso quizá sea que la felicidad tenga nombre de flor y brote de la contemplación. Un instante de regocijo que alimenta el alma y que no se comprendería sin la fugacidad de su carácter, que no es otro que el de la propia vida.

  • Santuario Meiji en la ciudad de Tokio, Japón
  • Omoide Yokocho, Tokyo, Japan
  • Hotel cápsula Nine Hours Woman Shinjuku

Conocer Tokio a pie

Llegué a Japón antes que mi maleta, lo que me obligó a pasar las primeras 24 horas vestida con una camiseta blanca del 7Eleven y en compañía de mi cámara, que se convirtió en mi mejor amiga. Es difícil sentirte sola con el volumen de estímulos que atraviesan la lente. Te obliga a estar presente. Gracias a ello pude retratar con admiración, curiosidad y una dosis de ternura escenas cotidianas. Una colección de paisajes que ayudan a comprender la genialidad que guarda un país tan lejano como este. Conocer Tokio a pie, deambular por sus barrios, observar y a veces, hacer click. Desperté en el futurista hotel cápsula 9H Woman Shinjuku deseando tomar la primera taza de té matcha. Tras los primeros sorbos de teína me impactó la maraña de cables que recorre y cruza el cielo de sus calles. Entrenado en los seísmos, esta es la forma más fácil de recuperar la luz tras las sacudidas terrestres. Callejeé por Shinjuku sorprendida por la tranquilidad del tráfico, la ausencia de ruido por la electromagnética de los vehículos eléctricos y un olor húmedo y fuerte en el que se concentraba la salsa de soja, el sake de la noche anterior y mil aderezos más. Gigantescos anuncios revistiendo los edificios, trabajadores y estudiantes en bicicleta, zonas verdes, calles de resaca y reencuentros en los que el saludo no quiere acabar. En los alrededores del santuario Meiji impera el sonido del viento colándose entre los arbustos y haciendo bailar las hojas de los árboles. Tras dejar atrás el gran torii de la entrada con blasones de crisantemo, símbolo de la familia Meiji, seguí los pasos de una devota japonesa en kimono. Realizamos la ceremonia de purificación y presenciamos una boda japonesa (¡qué suerte la nuestra!). Aunque ella ignoraba mi presencia continuamos juntas parte del camino de barriles de sake, industria que desarrolló el emperador, y barricas de vino, símbolo de la apertura a Occidente. Las copas de los árboles son tan altas que brindan entre ellas hasta curvarse, reverenciando el paso de creyentes y viajeros. Es una zona tan húmeda que los troncos son verdes y por ellos trepan enredaderas simulando una senda de hormigas. La quietud que rodea el lago es una armonía imposible de concebir en el centro de una de las mayores megalópolis del mundo. No muy lejos del santuario está Takeshita Street, que por encima de sus populares crepes ofrece uno de los mayores desfiles de la heterogeneidad japonesa. Faldas de tul transparente, colegialas con lazo al cuello, estrambóticas tiendas de lencería, el look de Los caballeros del zodiaco, pelo azul, piel inmaculada e incluso un café en el que acariciar nutrias. Todo cabe y nada explota.

Distritos y barrios de Tokio

Con 37 millones de habitantes, la ciudad de Tokio en Japón es la más poblada de Oriente, muy por encima de Bombay, Delhi o Pekín. Teniendo una demografía tan elevada no es de extrañar la manifiesta diversidad y las impactantes imágenes que se suceden de ello. Aún así no hay espacio para el caos, ni siquiera en las líneas de metro. Auténticos hervideros de gente que atraviesan la ciudad en una organizada red de más de 300 kilómetros que comunica los distintos barrios de Tokio. Lugares que, adaptados a la contemporaneidad, no han perdido su personalidad. Cualidad de la que se nutre Tokio y enriquece los itinerarios viajeros. En el distrito de Chiyoda, encontramos los barrios de Jimbocho, hogar de las librerías e incluso de un hotel Bed & Books, y Akihabara, enfocado a la electrónica, el manga, el anime y uno de los espacios más queridos para los otakus. En el mismo distrito se ubica el Palacio Imperial, rodeado de sauces llorones que se balancean con el susurro de una brisa, y el acristalado Tokyo International Forum diseñado por Rafael Viñoly. Es posible que las tabernas que hay bajo las vías del tren, en las cavidades de los puentes, sean los puestos con más encanto. Restaurantes llenos de viveza por los que parece no pasar el tiempo ni las modas. En el distrito de Chūō está el barrio de Ginza nacido de los comerciantes y mercaderes en la época Edo, allí se fundó la casa de la moneda y, además de las tiendas de lujo más exclusivas, en él se asienta el renovado teatro Kabukiza y el mercado de Tsujiki. El distrito de Meguro ofrece los senderos más bellos con el florecer del cerezo. Enamorados y fotógrafos se dan cita en él cada primavera. En Minato está la Torre de Tokio, inspirada en la Torre Eiffel y coloreada en blanco y naranja rojizo. Al norte de la ciudad, el distrito de Bunkyō con sus ondulantes calles y el templo de Nezu. Shibuya y Shinjuku fueron mis distritos predilectos. Lugares en los que los luminosos se conjugan con la cartelería tradicional, los callejones de farolillos por los que solo se puede circular en bicicleta con avenidas por las que corren coches como tetrabriks junto a distinguidos Porches, cadenas internacionales de restaurantes y tabernas en las que el menú exclusívamente está escrito en lengua japonesa. Aquí me sentía en casa, era lo que yo entendía como la versión oriental de Nueva York.

La monumentalidad del monte Fuji

Son muchos los lugares icónicos desde los que presenciar la más bella estampa japonesa que no es otra que la monumentalidad del monte Fuji. En la isla de Honshu vive este gigante adormecido. Aletargado desde hace más de trescientos años parece que se ha olvidado su peligrosidad y son más de 200.000 excursionistas al año los que deciden tocar su cima ascendiendo a través de un camino de templos, antiguas casas de té y ryokans. Observar el cráter, recorrer las ocho crestas, purificar el alma sumergiendo el cuerpo en los lagos de nieve derretida y sentirse más cerca de la deidad que mora aquí. Mientras que para los sintoístas es la diosa del sol Amaterasu, para los budistas es una alegoría de la flor de loto, una representación de Buda. Es posible que el resto idolatre la montaña por su simetría, un volcán modelado por la naturaleza según los cánones de la estética japonesa. Viajar en solitario implica buscar la máxima seguridad, por lo que me decanté por un viaje en grupo recorriendo algunos de los lugares más emblemáticos, como el lago Kawaguchiko, el parque Oishi, el Santuario Arakura Fuji Sengen-jinja con la pagoda Chureito o el precioso pueblo tradicional de Saiko Iyashi no Sato Nenba. Hermosos parajes que encontré con un monte tímido, cubierto de una niebla tan espesa que me obligó a observar con ojos de soñadora. Dejé volar la imaginación y ante mí apareció La gran ola de Kanagawa del pintor Hokusai. Una enorme y furiosa mole de agua que enmarca en una espiral perfecta al Fuji con su cima nevada y tres embarcaciones de madera que no huyen sino que se enfrentan a las garras del océano. Esa es la lectura de derecha a izquierda, tal y como lo hacen ellos. Y eso es Japón, un país que de las embestidas de la naturaleza y las bombas atómicas renace esperanzado y nos deleita con destellos de imaginación en un mundo flotante. Fueron las estampas que adornaban las bolsitas de té las que inspiraron las ensoñaciones más exóticas de Van Gogh, Monet o Degas. Ilusiones que muchos años después siguen siendo el combustible de miles de viajeros. 

6 comentarios en «Destellos de imaginación en Japón»

  1. ¡Vaya comienzo de viaje! Menos mal que recuperaste tus cosas. Y qué bonito cuentas tus aventuras, me encanta. Y las fotos son tremendas.
    Me imagino que existirá, porque tienen palabras para todo, pero hay que encontrar la palabra japonesa que exprese “la intensa sensación de bienestar y gozo que provoca en alguien la lectura de los artículos de Clara Colorín Colorado”

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