Arrastrábamos ese jetlag propio del que le da pereza entrar en el mundo. La luz, que se hacía fuerte tras las cortinas de nuestra cabaña tropical, era una droga blanda en comparación con la felicidad de arañar unos minutos de sueño sumidos en la indolencia de ese vuelta y vuelta entre las sábanas cuando el cuerpo aún flota “¿Has oído cantar al gallo toda la noche? Hemos vivido engañados este tiempo”. Si en Ubud el desayuno concluía a unas escandalosas y occidentales once de la mañana con tortitas esponjosas y tostadas de aguacate, Wayan, el manager de NG Sweet Home en Nusa Penida, nos malcriaba sin someternos a ningún horario a pesar de que él comenzaba la jornada de noche para satisfacer las exigencias de guión del huésped más madrugador. Practicaba una religión basada en la sonrisa eterna, la dicha y las buenas maneras. Esa mañana Jorge pidió un energético nasi goreng. Incapaz de tomar esa mezcla de arroz frito, pollo y huevo elegí “omelette”, fruta y todo lo que Wayan quiso añadir. A las nueve de la mañana, con la barriga inflada para todo el día, nos despedimos de nuestro nuevo amigo y pusimos rumbo a Kelingking. Nueve kilómetros que tardamos casi una hora en hacer atravesando aldeas, sorteando baches y el clásico mal del turista moderno que no es otro que el de perderse aún con mapa. Nada tenían que ver los campos de arroz que envuelven Ubud con los bosques de palmeras, plataneras y la densidad de una vegetación salvaje que todavía mantiene el pulso al devenir hotelero en la isla. La jungla. El ímpetu del que corre contra el viento y el color verde esmeralda que inundaba nuestras pupilas se tradujeron en un sentimiento de libertad irrefrenable a pesar de la velocidad ridícula a la que circulábamos.
¡Aventura!
Y ahí estábamos, en uno de los parajes más espectaculares de cuantos he visto rodeados de hordas con su palo selfie y su drone. Querían la promesa del tour: su foto sin bajar a la playa. Pero no les puedo culpar porque yo querría vivir en esa imagen seis meses al año si sólo dispusiera de un instante. Esa cabeza de dinosaurio en reposo perfilada por una naturaleza generosa en el trazo que invita a la fantasía y a retroceder sesenta y cinco millones de años. A entornar los ojos en este rincón sempiterno y sobrecogedor, guardián de una belleza que deslumbra. La primera vez que bajamos Kelingking en 2019 lo hicimos desde la ingenuidad, engañados por unos primeros escalones que ya invitan a la escalada. Poco después los peldaños pasaron a ser rocas y palos encajados en la montaña. Más tarde ésta se transformó en pared, el camino se estrechó y la pendiente requirió hacer uso de una soga que los ingenuos turistas nos turnábamos en el último tramo del descenso. Sufrimos pero habíamos llegado a ese punto en el que no hay retorno. Éramos la versión indonesia de spiderman con sombrero de paja sudando la gota gorda. Esta segunda vez ha sido disfrute y adrenalina. La aventura que engancha, el esfuerzo y su premio. Todavía recuerdo a una chica con look de lolita y casi sin aliento preguntando inocente “¿ya no quedará mucho, verdad?”. “Ahora queda el verdadero descenso. Tómate tu tiempo”. No la volvimos a ver. Kelingking es diferente a todas. Crystal bay es buceo y un cóctel al atardecer. Atuh es para soñar en una tumbona. Diamond posee un tallaje acantilado, agua brava y efervescente de dureza diez los días de viento. Pero Kelingking va más allá y grita aventura.
Hasta la próxima Kelingking
Ya abajo colgamos nuestros enseres de la rama de un árbol que parecía haber nacido antes que los dioses. Era tan viejo que sus raíces estaban ancladas al corazón de la Tierra, que asomaban buscando una bocanada de aire y volvían a clavarse. El gigante con su sombra se convirtió en el mejor aliado de una jornada de sol. Vestidos de rojo para complementarnos con el azul del Índico en las fotografías. El mar ese día decidió pelearse consigo mismo y con cualquiera que osase refrescar los pies, amenazaba con tragárselo. Poseidón había amanecido con el carácter de un tsunami, lo que los mortales traducimos en levantarse con el pie izquierdo. Desde la arena veíamos las corrientes marinas chocando con tanta violencia y celeridad que bañarse era un acto suicida. Una competición loca y vanidosa del oleaje para ver cuál era la más alta, la que golpeaba con más fuerza. Una singular coreografía marcada por el viento. El mar posaba para salir guapo y sexy en el reportaje dejando una orilla bañada en un agua que se comportaba como la espuma de cerveza en un día cuajado de calor. Qué espectáculo. Llegó el momento de retornar, de subir por el tobogán por el que habíamos bajado como expertos en la materia, concediéndonos el capricho de volver la vista atrás igual que los amantes se despiden de una historia de amor imposible. Dejando escapar el último suspiro soterrado con esa imagen que aún flota en mi memoria igual que el cuerpo cuando amanece lento, que convive con la música de las olas y el desorden salvaje de un verde esmeralda. Hasta la próxima Kelingking.
Madre mía, viendo las fotos y los vídeos parece precioso y un poco peligroso, pero leyéndote he pasado miedo y angustia por vosotros. Supongo que la adrenalina es la que hace que queráis volver una y otra vez.
Un poco de angustia la primera vez pero en el fondo nos gustó tanto que nos quedamos con ganas de repetir. Cuando sabes lo que te vas a encontrar vas preparado y se disfruta más
Podríamos convertirlo en lugar de peregrinación cada cierto tiempo. Ya quiero volver!
Pues no hay dos sin tres 😉 También te digo que comienzo a tener la necesidad intrínseca de subir y bajar ese acantilado en plan reto…Crees que los suecos lo aceptarían como una nueva categoría de Premio Nobel?