Cuentan que llegó al mundo en medio de una fiesta. Esa noche, al palacio de Prinsenhof habían acudido en sus carruajes las más bellas damas de la corte mostrando sus mejores joyas y los escotes más pronunciados. Sobre las mesas había exquisitos manjares: estofados con salsa de ciruelas, ostras, quesos y chocolates. Un olor que se mezclaba con perfumes de rosas, sándalo y pasión. La cerveza era casi tan roja como el vino que sirvieron, un tejido líquido que conectaba a todos los asistentes. Entre tanta abundancia el baile comenzó tarde y Juana, que a sus veinte años era presa de un amor que se apoderaba de toda su razón, no quiso marcharse a descansar. Se empeñó en permanecer para vigilar a su marido. Un hombre hermoso, de un encanto calculado propio de las tierras frías a las que pertenecía, y al que le molestaba incluso el sonido de los grillos en las noches de verano. Juana empezó a sentirse indispuesta, la tortura, que comenzó en el vientre descendió hasta las ingles y de ahí se enquistó en la columna.
Tan intensa era la sensación de malestar que corrió a las letrinas del pasillo. Creció el calvario entre las lonas y se abrió su carne. Gritó empujando muerta de dolor y de su naturaleza salió un cuerpo que bramaba vida. Carlos, quien sería emperador y dueño de medio mundo, nació por sorpresa en un retrete sin el séquito de florituras que rodean a un heredero para atestiguar que es eso, el heredero. Años después, fallecidos su padre y su abuelo, el rey Fernando de Aragón, y dada su madre Juana por loca ante las Cortes, Carlos reunió por primera vez en una persona las coronas de Castilla y Aragón, los reinos de Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Países Bajos, Austria, las Indias Occidentales, Borgoña y el Sacro Imperio Germano. Y de todos sus flamantes territorios, de los miles de kilómetros de inconmensurable belleza y finura eligió España para morir, más concretamente la humilde comarca de La Vera en Extremadura. Un lugar alejado del ruido que todavía posee un clima benévolo cobijado por el verdor de la Sierra de Gredos y sus gargantas. En ese recóndito lugar acabó el emperador, jugando a los barcos en el estanque de su casa palacio mientras desde su cama con dosel de terciopelo negro oía las misas de los jerónimos cuando un mosquito le picó y dio fin a una vida de conquistas infinitas.
La Vera
Casi cinco siglos después este paraje extremeño se mantiene envuelto en un misterio tan grande que todavía desconocen los propios españoles. “Es seca, no tiene nada”. Y nada es Gredos y cuarenta y seis gargantas. Una sierra que en invierno protege de los vientos del norte y durante el estío refresca con la brisa de las montañas. Nada son bosques de robles y castaños, son pinos, alcornoques y cerezos. Setas, flores silvestres y una pareja de pechiazules cantando. Nada también es el castillo palacio de los Condes de Oropesa y pueblos históricos con casas de adobe, granito y vigas de madera de cuyos balcones rebosan geranios, petunias y surfinias. La Vera toma el agua del deshielo de las cumbres, recorre el vientre de la montaña, suaviza la roca y alimenta sus pozas y gargantas sumándose al susurro de la naturaleza. Agua helada, dulce y medicinal. La comarca extremeña es limpia y frondosa y posee un cielo que por las noches se inunda de estrellas. Es la tierra en la que el tiempo se expande y la prisa no cabe, donde atardece lento y las últimas luces del día emborrachan el cielo de colores rosas, naranjas y un colorado épico salpicado por borbotones morados. Es la versión rural de El Grito de Munch. Es un anacronismo que aún se esconde en lo inimaginable. Fértiles y serpenteantes terrazas de árboles frutales, carreteras que se enroscan en el paisaje y pimentón, oro rojo lo llaman. La Vera es un navío cargado de tesoros en una comunidad naufragada por la logística y olvidada por sus representantes, pero que echa raíces en el alma errante. Raíces invisibles que nos sujetan a la vida y nutren lo que somos.
Un buenísimo relato de una zona increíblemente bonita de España
Muchas gracias Mariano 🙂
Me encanta el texto y la foto. Dos Claras Colorín Colorado entre los colores del amanecer verato. Ganazas de ir a pasear por La Vera.
Volveremos, aún tienes que bañarte en las gargantas y tantas otras cosas que hacer.
Me gusta mucho el relato. Muy documentado. Ahhh y q foto más bonita
Me alegro Lola, muchas gracias 🙂
Precioso! Dan ganas de estar allí 🤗
Tendrás que ir, estoy segura de que te gustaría 🙂