
Bajo un denso manto plomizo, hostigados por el viento húmedo, nos adentramos fugitivos en el desplegable de callejuelas populares y coloridas que conforman la capital portuguesa, Lisboa. Caminos coronados por ropa tendida. Bragas que se izan cuando llega el vendaval. Vecinos que con el mondadientes vociferan sumándose desde sus balcones ajustados a la algarabía. Pinzas que caen del cielo castigando los pensamientos impuros. Un tira y afloja del karma. A veces, la única salida es guardar la brújula, olvidar el norte y deambular hasta perderse en uno mismo. Sólo entonces se emerge del pozo en ascensor con la firme promesa de un tesoro en cada piso. Pero mi querido Biralbo, tú y yo de sobra nos habríamos quedado escuchando la última en el Lady Bird. Hogar de la capital vasca vestido de terciopelo rojo y jazz añejo. Ese lugar que medio gobiernas junto a Billy Swann y Floro Bloom nos sirve la ginebra tal y como a nosotros nos gusta: “cruda y helada”. Sin embargo, en un perverso giro dramático de los acontecimientos, después de muchas páginas, Muñoz Molina nos ha traído hasta aquí, al invierno en Lisboa. Supongo que si nos hubiéramos quedado de copas bebiendo palabras hasta las tantas no habría libro. ¡Ay, Biralbo!, déjame decirte que Lucrecia ya no te ama. Huye de ella. Cúbrete con la gabardina y deja de coleccionar pistas con obsesión y disimulo. No es su amor lo que vas a encontrar sino los abismos de quien se reconoce abandonado. En un tiempo pretérito os amasteis como dos adolescentes. Fuisteis una suma indivisible que sólo el crimen pudo separar. Hoy, empadronado en la desdicha, sin acertar a distinguir entre el desconocimiento y la memoria de un mundo, te ahogas en un vaso de melancolía. Maldita alquimia que desentierra a los muertos.
Biralbo
El desvarío del trazado urbano de Lisboa es un atributo simétrico de la existencia de mi amigo Biralbo tras la pérdida de Lucrecia. De repente, el cielo cargado de temperamento se desgarra a llorar. Los truenos se suman al oleaje y la cortina de lluvia rompe el paseo. Es un presagio, no la busques más. Lucrecia es como ese relámpago que ilumina la oscuridad. Una luz remota y destructiva que quema todo lo que toca. No puede salir bien. Le persigo bajo la tormenta por una calle pavimentada repleta de ventanas enrejadas que conducen a mil y un misterios. Asoman rostros sin vida, gente que descubrió demasiado en una noche de alcohol y mala compañía. Viejos burdeles en los que se cobijaron la lujuria, el desenfreno, los secretos y la infelicidad. Ese de ahí es el Burma, ¿no lo recuerdas? Allí te reencontraste entre tragos con Malcolm y en el baño del sótano Toussaints Morton te apuntó a la nuca con una pistola fría como la muerte. Una pesadilla entre azulejos blancos y luces fluorescentes. Vuelves a estar pálido de miedo. Ya estamos más cerca, gira ahí, a la derecha. A Biralbo le asalta la tristeza de quien conoce el amargo desenlace. Guiados por los olores portuarios más que por la memoria llegamos al número treinta y tres. En una ciudad llena de tiendas para sordos sobresale el viento que acuna las olas con más fuerza. Ruge el océano queriendo llegar hasta nosotros para engullirnos. Es el vaticinio de lo que ambos sabemos. Camuflado bajo la severidad del pasado se sienta en una de las mesas con luz baja. Ojiplático alza la cabeza y con determinación invoca al diablo para su último baile. Tres veces dice su nombre. Lucrecia, Lucrecia…¿Eres tú, Lucrecia?
Todos los sueños del mundo
Entre guitarras, el fatalismo y la frustración se abren paso a través de las cuerdas de esta mujer. La gente dice que se llama Amalia y que de ella brotan los sinsabores que encierra el día a día. Historias mundanas que hablan de la soledad, la nostalgia y el desamor, pero lo hace con tanta pasión y misterio que nuestro pobre Biralbo siente que se hunde en su silla, que le falta el aire, que le aprieta el corazón y al mismo tiempo levita estupefacto. El camarero le cuenta que es la chica que canta en el muelle y vende limones por unas monedas, pero que tiene una voz que encandila. Fueron muchas canciones después, tras ahogar toda esperanza y matar las ambiciones, cuando renació su ser como la espuma del océano brota inmaculada de cada embestida. También así se forja el alma portuguesa, entre penas y vinhos. Vestida de negro azabache una noche terminó de absorber las tinieblas y amarguras de Biralbo, al igual que un agujero negro el universo. En un descanso ella le sonríe. Él, preso de sus ojos que le apuntan como a un faro y le prometen un nuevo horizonte, se encamina hacia ella. El resto es una historia tan íntima y merecida que sólo ellos dos conocen. No obstante, cuentan los más chismosos que, usando las palabras de Pessoa, él le dijo “no soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada, pero ahora tengo en mi todos los sueños del mundo”. Esa noche Biralbo “salió de espaldas a la puerta al igual que lo hacen los héroes en las películas”, se despojó al fin de su propia tempestad y cerró la vida pasada de un portazo. Ella era la orilla a la que llegar náufrago. Y desde ese instante todos los fados llevan su nombre, Amalia Rodrigues.
Café y pastéis de nata en Lisboa
En una habitación diminuta y de techos vertiginosos entreabro un ojo. Sólo hay una lámpara de pie, una planta inmortal incapaz de hacer la fotosíntesis, mi cama estrecha y un bidet de porcelana que debería estar en un museo. Mi abuela a esta habitación le encontraría sentido, un ápice de razón. El día en Lisboa se enciende con el chirrido del tranvía. Movida por el letargo de una noche frenética me incorporo para volver a recostarme. Un suspiro y media vuelta después, la habitación se inunda de luz y el ánimo, que todavía se despereza, da un vuelco. Se adivina el amanecer. Me levanto con el pelo enmarañado y la tez glacial. Por la ventana se asoma una ciudad prendida de un acantilado que amanece con tonos ocres, rosas y brillo alicatado. En su perfume se mezcla el salitre, la tierra mojada, el tráfico y la moka del vecino. Ante mí un laberinto geométrico de pasadizos que desembocan en la mar como lágrimas lleva el Tajo. El Atlántico conserva Lisboa igual que una lata de sardinas en aceite. Por ella no pasa el tiempo sino la vida. Y entonces entras tú con café recién hecho y una caja de pastéis de nata caseros y realmente nace la mañana, con un aroma que da los buenos días y unos pasteles que dibujan el sol con un toque de canela. Vestida con los labios de rojo escarlata nos echamos a la calle empujados por una luz impasible y un aire salvaje que nos zarandea. Es en la lentitud del segundo café cuando clavo la mirada en los confines del océano, comienzo a recordar y recupero la lucidez. Miro tus ojos del color de la Coca Cola y entonces me doy cuenta. No te vas a creer lo que anoche soñé.
Letra pequeña
De todas las veces que he visitado Portugal la más intensa ha ido de la mano de El invierno en Lisboa del escritor Antonio Muñoz Molina. Una novela que narra la historia de amor entre Santiago Biralbo y Lucrecia y que consagró a su escritor entre los más aplaudidos. Pero yo en un momento del libro, inspirada por el sinvivir de Biralbo y sin conocer aún el desenlace, decidí darle una vida nueva junto a la cantante de fados más importante de todos los tiempos, Amalia Rodrigues.
Preciosas imágenes que te transportan a una ciudad que siempre es un acierto. Casi puedo hasta oler las calles y saborear un pastel…..quién pudiera tomarse un vinho verde con un pulpito en una de esas callejuelas que describes. Esos ojos de cocacola te disfrutan cada vez que te leen. Qué bonito, Clara.
Yo creo que después de este texto ya tenemos plan para la próxima vez que pisemos Lisboa juntos, fados 🙂 Gracias por tus palabras Jorge.