Dicen que no ha cambiado mucho y que mantiene ese estilo art decó atemporal al que sucumbió la memoria de una época. Una puerta giratoria, un denso cortinaje y un portero daban paso a un islote de secretos colaterales que hoy recuerdan las ganas de vivir de una generación. Un lugar en el que la hermandad nacía del brindis y enraizaba donde se unían lo extraordinario con lo cotidiano. Allí olía al Ducados del abuelo mientras se escuchaba el taconeo de quien se siente como en casa con la radio de fondo. Gente conocida a los dos lados del charco, que conectada por el tejido líquido que Chicote hacía bailar en su coctelera, se consagraba a este altar madrileño de la alquimia y la felicidad. El Museo Chicote fue el hogar y el refugio de una sociedad deseosa de libertad que encontraba la paz de puertas para adentro, al fondo a la derecha. Zonas privadas con dueño igual que las sillas a la hora de comer, y un teléfono fijo que sus feligreses podían usar en la intimidad de unas cortinillas para aliviar unas conciencias más turbias que agitadas. La verdadera excusa de este tipo de llamadas enfundaba sus labios en carmín mientras se empolvaba la nariz. Era inevitable que en un clima así no se fraguasen historias imperecederas.
La pócima de felicidad de Chicote
Perico Chicote nació en la ilustre calle del Reloj y desde muy temprana edad aprendió que debía hacerse cargo de los suyos. Mozo de bar en los Mostenses, repartidor en Telégrafos, ayudante de barman en el Ritz e incluso maestro coctelero en la Guerra del Rif. Los altos mandos se dieron cuenta de que si el joven trabajaba tras la barra podía animar a los soldados sirviendo eso que agitaba en su coctelera. Una pócima de felicidad entre bombas. Todas estas experiencias crearon a un hombre que derrochaba simpatía, sabía guardar secretos y nunca perdía la sonrisa. Una receta sencilla que supo aplicar al Museo Chicote. El barman tenía listo el brebaje favorito de cada cliente como cuando en casa nos recibían con el zumo de la merienda. Allí no se juzgaba, el trato era personal y en caso de enfermedad “mamá Chicote” disponía de penicilina. Un medicamento que llegó a escasear en los hospitales pero nunca en el botiquín del bar gracias a la estrecha amistad que unió a Chicote con Fleming. Si la vida dolía, allí te curaban.
Los clientes de Perico
En sus paredes, pintadas de rojo picarón, cuelgan retratos familiares. Entre los que destacan la fiera de Ava Gardner abrazada al barman o Cary Grant y Sophia Loren bailando un chotis. Afamados periodistas y escritores decidieron que esta sería su primera residencia y narraron bajo este horizonte de historias tremendas, artículos y libros memorables. También guiones de cine e incluso se cuajó la letra de un chotis, y eso que Agustín Lara nunca tuvo la suerte de pisar este hogar del buen beber.
Ernest Hemingway desde la barra de Chicote
Ernest Hemingway, que ya había estado en varias ocasiones en España, desembarcó en 1937 para cubrir la Guerra Civil. Curtido en batallas, juergas alcohólicas y desamores buscó evadirse entre bourbons, dry martinis, daiquiris y otras exquisiteces del Museo Chicote. Fue en este templo donde tomó por primera vez ginebra con agua tónica de la India. Una miscelánea elegante y deliciosa que se deslizaba por su esófago igual que un refrescante vaso de agua en un día de verano. Cuentan que su lugar fetiche era la barra. Allí tenía cosmovisión: bohemios excéntricos, aventureros del papel couché y la crema de la intelectualidad ofrecían al norteamericano un marco que superaba la imaginación. Sentado en el taburete redactó sus crónicas de guerra y su única obra de teatro. La quinta columna, una trama en la que conjugó política, pasión y, cómo no, muerte. Además, y aunque la escribió en Cuba, fue en el local madrileño donde brotó una de sus obras más importantes, Por quién doblan las campanas. El libro narra la historia de Robert Jordan, un profesor estadounidense que enamorado de la vitalidad y pasión española acaba pasando a filas republicanas. En este centro de energía llamado Museo Chicote Hemingway encontró literatura pero nunca una excusa para decir adiós e irse a dormir. Qué culpa tenía él de no haber nacido en la calle del Reloj.
Las pócimas de Chicote provocan magia desde el primer sorbito. La cantidad de historias que encierran las paredes de ese HOGAR.
Yo no he estado nunca, pero me están entrando ganas de conocer el museo
Coctelería con mucha historia
Me están entrando unas ganas increíbles de ir a visitarlo.