Llegué cuando no podía más, en ese momento en el que tu cuerpo destina las últimas energías para que el corazón siga bombeando y mantengas el control del esfínter. El resto de mí se había declarado en huelga olvidando sus principales funciones. Las piernas me temblaban, las manos estaban torpes y en el cerebro había desertado hasta la última neurona por falta de agua. De esa guisa hacía el check in al sur de Manhattan mientras el personal de recepción del Hilton me informaba muy hostilmente de que me iban a retener dinero por posibles desperfectos. No todos los porsiacasos van en la maleta y tienen nombre de rebeca. Pero por fin había llegado a mi hotel tras recuperar mis pertenencias en el aeropuerto de San Francisco y pasar una noche clandestina en un resort de Maui, que a pesar de que daba al mar una valla impedía su acceso. Al paraíso América le ponía fronteras ridículas. Regresé a la vida tras una ducha ardiendo y bajo esa sensación de protección que da envolverse en un albornoz comencé a ser consciente del lugar en el que estaba.
“Esta incrédula estaba allí”
Había pasado una pandemia en la que a los muertos los apilaban en la Isla de Roosevelt. Había rezado por NYC, yo, que me sabía el padrenuestro con alfileres, por si la ciencia no terminaba de hacer efecto y se cernía sobre ella el peor destino de los relatos de ciencia ficción. Estaba allí, cargada de una ilusión que me desbordaba, para poner la guinda a una aventura que había comenzado en Hawái. Sentada en una cama que gritaba “duérmete” comencé a devorar lo que había comprado antes de desmayarme. Con las primeras dosis de azúcar fijé la vista en el paisaje que discurría al otro lado de la ventana. Un pozo entre moles grisáceas, oscuras y de cristales tintados que me impedían encontrar lo indiscreto. Estaba al lado de Wall Street, entre el One New York Plaza, el NFA, un centro de negocios y varias grúas. Si me acercaba un poco más podía ver a la izquierda un pedacito de Brooklyn, el muelle de Manhattan y algún barco. En el cielo helicópteros. A la derecha, el Atlántico y sus ínfulas de libertad. Y en medio de todo, mi reflejo. Necesitaba contemplarme, era la forma de asegurarme de que estaba allí. Esta incrédula estaba allí. En esa habitación de hotel americano, enmoquetada, con mobiliario grande y anodino, de aspecto aséptico e impersonal. Lo había conseguido y era inmensamente feliz.
“El corazón de Manhattan se había anexionado al mío igual que un marcapasos”
Me propuse dormir unas horas pero al cansancio se sumó el retorno de unas neuronas agitadas y comencé a sentir ese tipo de ebriedad que nace del asombro y el impacto de saber que estás en el mejunje del mundo, en la ciudad de las ciudades. Demasiadas emociones. El cerebro me iba a toda velocidad, así que tras dar más vueltas que una peonza en la cama decidí dejar de luchar contra mis instintos y lanzarme a la calle. Cambié soñar por hacer realidad el sueño. Empecé a subir por Water Street corrigiendo la dirección hacia el oeste y en nada dejé atrás el One World Trade Center y la Zona Cero. Continué por Broadway entre alcantarillas que destilaban vapor. Giré encaminándome hacia el norte por la Sexta Avenida. Ante mis ojos un desfiladero de ladrillos, publicidad recubriendo los edificios y carteles poblando el horizonte. Obras, ruido, gente con prisa y de vez en cuando algún descampado y un supermercado gigante. Americanos de verano y americanos luciendo trench. Octubre es esa época en la que la ropa de abrigo cuaja con la manga corta, las sandalias y el piercing del ombligo. Hacía apenas unas horas había salido del metro por error en la Séptima con la 49 agobiada por un sistema confuso en el que para ver el mapa tenía que sortear crazy people. Ahora, sin la maleta y la mochila con las que había cargado tras aterrizar a primera hora, recorría NYC como si tuviera alas en lugar de piernas. El corazón de Manhattan se había anexionado al mío igual que un marcapasos, y bombeaba entusiasmo, adrenalina, cafeína y todos los acabados en ina. Pocas veces he sentido más alegría y satisfacción que durante ese día. Al regresar al hotel aún tenía fuerzas para mis clases de escritura creativa. Esa noche para dormir necesité melatonina.
Una habitación propia
En medio de toda esta vorágine de fantasías mi vida real exigía sentarme a escribir el ejercicio que tenía que entregar para el curso de escritura creativa. Esa mañana “las ideas manaban como un volcán”. Tenía una protagonista exquisita a la que rescatar de una vida en la que el papel de ama de casa y cuidadora había absorbido sus horas. ¿Existe algo mejor que regalar justicia? Imaginaba a mi heroína desayunando tortas de aceite azucaradas en su secarral extremeño mientras le asaltaban las dudas respecto al plan que yo como escritora había orquestado en esa habitación propia que me otorgaba Nueva York. “¿Estaba segura? ¿Podría hacerlo? ¿Qué pensarían los demás? ¡Pero si ella no era nadie!”. Una mujer que había dedicado su vida entera a cuidar de su familia y sentía que era “nadie”. A menudo somos ese “nadie“. Desde la empatía y el superpoder que confiere ser la autora decidí cambiar el rumbo de su vida. Narré el final que ella habría querido en “ese rincón del Mediterráneo del que se había enamorado cuando la palabra veraneo era virgen y el mar se contemplaba con fascinación infantil”. La escritura es un salvoconducto, una herramienta en la que se hilvanan la sensibilidad y la incomprensión. Y sobre todo, es una forma de dar sentido y existir en un mundo cada vez más deshumanizado.
Nueva York fantasmagórico
En los días siguientes un cielo grisáceo, del que se desprendía una lluvia fina e intermitente, envolvió la ciudad dando paso a una niebla espesa y mortecina. Nueva York adquirió un toque fantasmagórico. Era Halloween antes de Halloween. El final de los edificios se desdibujaba marcando un tiempo extraño. Era como si hubiesen rebanado la ciudad a la mitad. Ni los pájaros sabían a dónde volar esos días. Los niños no se atrevían a batear en los campos de baseball de Central Park por temor a un pelotazo. Y el Dakota daba más miedo que cuando llegó el bebé de Rosemary. Una magia extraña revestía Manhattan y aún así todo seguía siendo maravilloso. Escuché gospel en Brooklyn, caminé por la orilla del Hudson parándome en New Jersey. Desde el Vessel vi que el mirador The Edge se perdía en la nube y me adentré a callejear por el Greenwich Village y Chinatown entre un océano de almas. Farsantes, zumbados y personajes de comedia romántica. Cuando al regresar a España conté mi aventura me preguntaron qué hacía una chica sola en Nueva York. Y yo os respondo que todo, que una chica puede hacerlo TODO. También que no estaba sola sino con Nueva York y, sobre todo, conmigo. En una habitación propia en la que disfrutaba de los beneficios del modo avión. Desconectar para ser yo.
Una buena experiencia contigo en NYC
Que bonito! Que suerte que puedas manejarte sola por NY, a mi me da miedo solo pensarlo. Supongo que es una buena experiencia y todo un reto para ti.
Que bonito! Que suerte poder manejarte así por NY. Solo pensarlo ya me da miedo. Una buena experiencia y supongo un gran reto para ti.