En un rincón del planeta, como una estrella que no brilla sino que arde, está Nueva York con sus chisporroteantes carteles luminosos en Times Square y edificios trazados a base de luces y sombras de carboncillo. Un recoveco que a golpe de rascacielos y bajo la promesa de la libertad ha conseguido convertirse en marca genérica igual que lo hicieron Rimmel o Kleenex. Es la ciudad de las ciudades, la que ha marcado el paisaje urbano de las que se asoman al mañana. La misma que nos hace sentir como Paco Martínez Soria el día que puso los pies en Madrid. Impactados de tanta locura repentina. Los turistas somos una especie fácil de reconocer entre los viandantes, nos caracterizamos por caminar ojipláticos y boquiabiertos, con la nuca encajada bajo la promesa, en este caso, de una contractura. Qué le vamos a hacer si es escandalosamente vertical.
Cafeína, películas y una histeria fascinante
Contaba Enric González que “cuando en Nueva York son las tres de la tarde, en Europa son las nueve de diez años antes”. Aquí el futuro se sueña despierto rascándole horas a la medianoche; dormir está infravalorado. Si abres el mapa te darás cuenta de que tiene la misma forma que la palma de la mano derecha. Las grandes avenidas son numeradas y nacen en la yema de los dedos terminando en la muñeca. Las calles más pequeñas van de un lado al otro de la mano formando una cuadrícula llena de terminaciones nerviosas. Los números son lugares que combinados forman coordenadas. Dar la dirección a un taxista es como jugar a Hundir la Flota y te dan unas ganas locas de gritarle “¡siga a ese coche!” aunque no sepas quién va en “ese coche”. Se respira cafeína, películas y una histeria fascinante. Broadway es la línea de la vida. Una curva plagada de teatros que atraviesa el Flatiron. Las palomitas pueden ser un buen complemento de paseo. Y en lo que sería el inicio de un largo dedo corazón, el Empire State, por supuesto. Nueva York es para los americanos lo mismo que Chupa-Chups o la fregona para los españoles, un inventazo.
Nueva York a vista de pájaros
A finales de marzo el calor del sol va ganando terreno y se cuelga el frío como si de un abrigo se tratase. Nueva York se despereza al tiempo que resurge la vida. La luz de primavera regala a la ciudad su mejor filtro. Pero no es hasta abril cuando sus parques, jardines botánicos (NY, Brooklyn, Queens), la Isla de Roosevelt o el Riverside se colorean de rosa tiñendo el suelo con los pétalos de la flor del cerezo. Si su fugacidad te lo impide, como sucedáneo queda Green Tea Cherry Bloosom de Elizabeth Arden: una fragancia cítrica y floral capaz de teletransportarte incluso a Sakura Hanami. Lo que nunca falla, sea la estación que sea, son los edificios de ladrillo rojo con sus escaleras de incendio delante de esas moles de cemento armado, estructuras revestidas de cristal que se elevan como gigantes. Cualquier construcción que no supere los cien metros parece la caseta del perro o peor aún, un baño público.
On the Top
Porque si hay una ciudad diseñada para disfrutarla desde las alturas esa es Nueva York. Vale que muchas se hayan sumado al carro en las últimas décadas pero ella fue la primera y la elegida por King Kong para trepar por su rascacielos más célebre, el Empire State Building. Al sur de Manhattan, en pleno bosque de torres se eleva el One World Observatory, en su piso ciento dos se palpa el cielo. A la altura del Empire y cerca del Hudson está Edge, la nueva sensación. Abierto en mitad de la pandemia es el mirador más alto de Occidente. Pero si como turista lo que buscamos es un subidón de adrenalina hay que ir a la cima del Vanderbilt. Una azotea acristalada en la que el vértigo se desboca. Es la ilusión de dar pasos en el aire. Una experiencia no apta para todos los ritmos cardiacos. Para los más nostálgicos siempre quedará Top of the Rock. El mirador del edificio que construyó Raymond Hood inspirado en el Daily News de Superman es un lugar suspendido en el tiempo y en el cielo desde el que contemplar el corazón de Manhattan.
“America´s Got Talent”
Habrá personas en el mundo y mundos en Nueva York. La ciudad tiene su propio ecosistema con su correspondiente fauna en la que abundan dos especies. Quienes caminan como astros errantes hasta desgastar sus pasos, esos que van sobrados de tiempo porque viven entre cartones, y los que doblan esquinas igual que si llegaran tarde o les persiguiera alguien, en otras palabras, los que no tienen tiempo para vivir. Una parte apabullante de los neoyorquinos son emprendedores en parte porque no hay otra alternativa. La voracidad del capitalismo se mezcla con la picaresca americana. El verdadero “America´s Got Talent” no es cantar mientras haces el pino puente, sino abrir un Starbucks en la Ciudad Prohibida de Pekín o un MacDonals en la Plaza Roja de Moscú. Firmar la paz es un gran negocio. La ciudad genera una energía que algún día la física cuántica descifrará, es una fuerza capaz de catapultarte como un mosquito a las luces de neón y hacerte sentir al mismo tiempo que eres el rey del mundo. Tienes la necesidad irrefrenable de tomarte una Coca Cola o un café como el respirar.
La construcción del mito
Al igual que todos los grandes lugares, Nueva York también se originó de la manera más tonta. Los algonquinos vendieron el pedazo de tierra sobre el que se asienta a los holandeses por veinticuatro dólares. Y ahí comenzó la construcción del mito tan relacionado con la libertad: si trabajas duro puedes lograrlo. Rockefeller fue uno de esos tipos. Nació en la Extremadura estadounidense, era hijo de una abnegada católica y un feriante bígamo que vendía falsos medicamentos contra el cáncer. El joven Rockefeller comenzó vendiendo pavos y llevando la contabilidad. Más tarde invirtió lo poco que tenía en el mercado de los cereales y acabó montando el mayor negocio de refinerías. Historias similares son las de Andrew Carnegie, un paupérrimo escocés que se convirtió en el dios del acero, o John Jacob Astor, que del entonces pueblito alemán de Walldorf pasó a crear a la todopoderosa especulación inmobiliaria.
Nueva York, la ciudad de todos
Pero para que estos negocios se pusieran en funcionamiento lo que hacía falta era mano de obra y a poder ser muy barata. Gente de todas partes llegó para trabajar en sus empresas. Desde los barcos los inmigrantes divisaban la Estatua de la Libertad igual que si fuera la Tierra Prometida. Estos famosos outsiders levantaron las ideas de un grupo de visionarios que supieron jugar a la “lotería”. Construyeron América con su sangre y el sudor de todo su cuerpo, con sus heridas. Por eso es un país de todos aunque algunos se empeñen en poner vallas. Su memoria se palpa en cada edificio levantado, en su música que combina ritmos africanos y baladas irlandesas, en el barrio de Queens o en el famoso pastrami de Katz. Es esa idea, habrá personas en el mundo y mundos en Nueva York.
Si alguna vez me pierdo que me busquen allí, en la Quinta haciendo esquina con la 37th. Con las manos como ventosas sobre su escaparate mientras suena Moon River. Ya lo decía Loquillo, “por un instante, la eternidad”.
Que bonito! Dan ganas de ir a todos los sitios que describes
Muchas gracias Victoria porque si te dan ganas de ir el texto ya ha cumplido su objetivo 😉