Creo que me ocurre casi siempre, debe ser la adrenalina que nace del último instante, ya sabéis de lo que hablo, de ese ahora o nunca. En esta ocasión fue a toda velocidad, un par de veces contra la pared de una estación de tren en una postura incomodísima. Para más fastidio los ladrillos estaban helados. Pasé mucho frío allí apoyada, lo bueno es que estábamos en un rinconcito y la gente iba a lo suyo, apenas reparaban en nosotros. Cierto es que tampoco hicimos mucho ruido, aún así habría preferido hacerlo en una silla (me da igual que me llaméis clásica). Las otras dos fueron sobre la mesa de un bar con un “¡venga, corre, acaba ya!” y yo “espera, espera”. Y él “venga, vale, pero sigue. No te pares ahora”. A ratos me desconcentraba, se me escapaba la mirada hacia la ventana y lo veía azotar, una y otra vez, y yo que ya estaba mojada… Me mordía el labio, entornaba los ojos y me esforzaba en dejar volar mi imaginación, buffff. Entonces, por fin le dije casi gritando “acabo, ya acabo, acabo”. Y acabé, más o menos porque no fue un final apoteósico, me quedé un poco a medias. Me quedé con la sensación de que el despegue había comenzado con el punto final. Lo peor es que ambos lo sabíamos. Y luego fue gracioso porque cuando tuve que ir al baño, abrí la puerta y aparecí en los noventa. Estaba pintado con colores fosforitos. Hacer pis entre esas cuatro paredes era la guinda del pastel a una happy hour descontextualizada. Pero a lo que iba, os prometo que quería dar lo mejor de mí, pero tan sólo tenía cinco minutos. Y aunque Víctor Jara cantó que la vida es eterna en cinco minutos yo necesitaba dejar de mirar el reloj para componer esas postales. Intentar escribir sobre la pared recuerdos bonitos antes de que llegase el tren o hablar sobre Copenhague mojada por la lluvia mientras escuchas el viento golpear la ventana justo antes de salir corriendo para coger el avión no es la mejor situación. ¿De qué pensábais que hablaba? ¡Qué imaginación tenéis!
Mamma mia!
Todo comenzó como siempre, junté la noche con el día, me levanté como si me pesara el alma, una ducha rápida, dos brochazos para disimular estas ojeras cultivadas, y al avión. Desde que vivimos en pandemia me maquillo para evitar cuestiones del tipo “¿está enferma?” o peor aún, la del hombre que hace el control de pasaportes: “¿realmente es usted?” Verás tú el día que yo le pregunte si de verdad él es tan poco atractivo cada día de su vida, o si al menos en su foto de Tinder mejora. El abuso de poder acostumbra a generar mala educación masculina pero sobre todo es que nos hemos acostumbrado al counturing y a la imagen que se proyecta en redes sociales y no nos está sentando bien. Es como si quisiéramos ser postales de nosotros mismos. También es cierto que ni Beyonce sale tan guapa en su pasaporte como yo en el mío. Os confieso que esto lo suelo ver como un logro porque comparo la imagen con la de mi primer DNI, que si hubiera pasado ante un notario habría dado fé de que ni los Borbones han salido tan mal al óleo. Lo peor es que luego me viene a la cabeza el día que lo perdí en mi pueblo (lo celebré) y un par de días después un chaval me lo devolvió. ¿Os habéis dado cuenta de la catástrofe? Me había reconocido. Entonces hice lo normal, lo único que podía hacer en un caso así: me mudé.
Pero volvamos al viaje, despegamos dejando atrás Dubai, sus islas artificiales y la luna que se había caído en el mar igual que una galleta de la suerte o un trozo de patata frita a la deriva. Ya os hablaré de esa luna…El caso es que puse Mamma mia! y cuando abrí los ojos, siete horas después, seguía Mamma mia!. Llevo haciéndolo varios años y todavía no sé cómo acaba pero me ayuda a dormir profundamente. Es como si nada malo pudiera pasar cuando escucho gente que vive cantando. Lo mismo debieron sentir los de Titanic en el momento en el que el barco se hundía, la orquesta continuaba tocando y ellos contemplaban la punta del iceberg arropados bajo una manta, la ignorancia y el desconcierto. Pero vayamos a lo importante: ya estamos en Copenhague.
Postales de Copenhague
El paisaje danés se construyó gracias al viento, al devenir de glaciares que dejaban arena y a las tempestades del Báltico. El resultado es un país de colinas enmoquetadas cuya altura media son unos escasos treinta y un metros sobre el nivel del mar y muchísimas pequeñas islas. La mayoría deshabitadas. Pero ya sea de un lado u otro el aire es gélido y exige llevar un pañuelo al cuello cuyo extremo final ondeará igual que una bandera pirata, también una camiseta térmica para izar el pecho con gallardía guerrera. El paraguas nunca sobra en Copenhague. Cuando sopla fuerte, el cielo se transforma en una pasarela de nubes que ocultan al sol, que sombrean el horizonte, que lo destapan y de repente, una borrasca. Una sorpresa que rompe cualquier predicción optimista de la climatología. Estas diferencias de presión someten a algunas mentes vikingas a estados de estrés, locura y depresión. A otros sin embargo les despierta y activa su ingenio como es el caso de Lars von Trier o Hans Christian Andersen. El padre del movimiento dogma y uno de los cuentistas más célebres.
Lo mejor es sentarse en uno de los pintorescos y estimulantes puestos del Nyhavn o frente a una pareja que bebe, sentados en el suelo a orillas del canal, en copa de cristal un Aperol Spritz como si el resto no existiésemos. Da igual si chispea o sale el sol, ellos se mantienen inamovibles en la celebración más glamourosa del botellón. Y luego están esas bandadas de bicicletas que parecen volar juntas y acompasadas en la misma dirección. Si te fijas en las cestas que portan verás flores, adultos e incluso varios niños. Verlos cruzar la arteria principal de Assistens Cementery genera la emoción opuesta a la que cabría esperar en un cementerio. Siento ganas de clonarlos igual que la oveja Dolly y esparcirlos por el mundo para que compartan ese bien sagrado. Son profetas de una felicidad sana, de la conciliación, el amor y el respeto hacia el medio ambiente. Ya lo decía Manuel Vicent, “El viento siempre es una enseñanza”.
Niña grande
Ahora podríamos hablar de cómo el atardecer se cuela por la fuente de Amalie Gardens en dejando la imagen más romántica de la Iglesia de Mármol. También del azul báltico que inunda de soledad a la sirenita, del oleaje que simulan los pasillos del Diamante Negro o de los Jardines de la Biblioteca Real con sus sillas de colores, sus parejas de enamorados y sus octogenarios embriagados por las flores mientras beben chupitos de sol. Si comienzan a servir rebujito y le añaden unos farolillos podría ser escenario candidato a una feria andaluza. Pero no, nos vamos a subir a un tren, vamos a cruzar un puente que se hunde en el mar y sale a flote en Suecia, para degustar una de las mejores tartas que he probado en mi vida. Y mira que he comido tartas en mi vida…Malmö tiene un faro, un molino azul, una bóveda encapsulada a mitad de Lejonpassagen y una cafetería con pasteles que podrían convertir la sangre en mermelada. El Café Pronto se anuncia como hogar de la cheesecake y no desmerece la osadía.
Si después de eso vuestro cabello se volviese rojizo, comenzaseis a caminar hacia atrás y al dormir pusierais los pies sobre la almohada es que el espíritu contradictorio y rebelde de Pippi Långstrump (Pipi Calzaslargas) habría comenzado a apoderarse de vosotros echando abajo las historias de princesas y dándoos alma aventurera. Esto es lo que intentaba contarle a mi madre en su postal, que quizá este viaje comenzó hace años con una serie infantil que se adentró en mí regalándome (o castigándome) con una personalidad novelesca de niña grande. No lo sé, pero sí sé que deberíais haber recibido en vuestras postales una mezcla de todo esto. Un poco de humor, algo tonto y personal y un final más o menos bonito.
Jajaja, que bonito, me ha encantado! 😍😍😍
Muchas gracias 🙂
Tenía ganas de conocer Copenhague y ahora viendo cómo agudiza el humor con más razón…
Allí el sentido del humor crece a la par que la hierba. Gracias Ángel!! 🙂