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Sri Lanka, amor a la vida

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Monjes budistas y esrilanqueses en la cima de Sigiriya. Sri Lanka, amor a la vida. Clara Colorín Colorado. Psicogeografías
Monjes budistas en la cima de Sigiriya

Estaba en el bolsillo del asiento de avión. En ella se conjugaba la belleza y lo insólito de esos lugares rebosantes de aventura que sólo había visto en la televisión. En la imagen aparecía un paquidermo engalanado con coloridas telas bordadas con hilo de oro. De ellas pendían flecos, en la zona de la cabeza joyas. Sobre el lomo del elefante había un cofre enorme, a su alrededor gente danzando. La imagen me remitía a la serie de dibujos animados basada en la obra de Julio Verne, La vuelta al mundo en ochenta días. Concretamente a esos capítulos por la India en los que el elefante se convierte en medio de transporte para Fog y sus amigos. Así que cuando vi el dorso de la postal y leí por primera vez Sri Lanka me pareció que debía ser el mejor lugar del mundo. Desde ese momento mi imaginación infantil concentró en ese país de dos palabras paisajes exóticos en los que destacan altísimas palmeras y playas doradas con tesoros enterrados por piratas. En su interior, la jungla. El canto de los pájaros y algo que serpentea. Lianas pendiendo del cielo y el suelo húmedo cubierto de helechos. Suena el agua del río. Entre la maleza los restos de un templo por el que corretean los monos. En la espesura hay unos ojos felinos incandescentes, insectos siguiendo un orden militar y elefantes. Elefantes como sólo podían existir en las novelas de aventura, en las películas y en los dibujos animados que avivaron la imaginación de generaciones. Guardé la postal con la promesa de volar allí algún día. Cuando ocurrió la realidad superó mis delirios de fantasía. Sri Lanka se convirtió en sinónimo de amor a la vida. Argamasa de mi felicidad.

Vistas desde la cima de Sigiriya, Sri Lanka. Clara Colorín Colorado. Psicogeografías

Primer viaje

Contemplaba, inundada por la ilusión de quien ha sido una niña de interior, cómo el azul del Índico bañaba las costas de Oriente Medio. La escena ocupaba la mitad de la ventanilla del avión, la otra me invitaba a seguir en las nubes. Miraba el agua de la misma manera que si vislumbrase aletas de tiburón acechando. En alguna isla diminuta algún náufrago de nombre Wilson o quizá Viernes. Puede que incluso sirenas. Unas horas después ahí estábamos, a tan solo 29 kilómetros de la India y con forma de lágrima. Uno de los territorios más amables del sudeste asiático: Sri Lanka. Un país enorme concentrado en sesenta y cinco mil kilómetros cuadrados. En ese primer viaje nos deslumbró con su naturaleza. En la que se ensamblaban las kilométricas playas del sur y sus pescadores zancudos con bosques nubosos y pastizales de montaña. En las tierras altas cuencas del color del jade de las que brota el té y fábricas con las que Lipton se convirtió en sinónimo de bebida. Cascadas, jardines de especias y una gastronomía que se abastece de ellos. En el corazón de la isla: Sigiriya, un híbrido difícil de domesticar. Una roca de magma que fue palacio y fortaleza del reino de Kasyapa. Desde su cima vistas dignas del rey de la selva. Manadas de elefantes en Minneriya, leopardos escondidos en Yala y un centro de rehabilitación de tortugas marinas cerca de Galle. En todos estos y muchos otros lugares contamos con la compañía de Sandun, nuestro guía. Sandun, además de hacernos aprender, alimentar nuestra curiosidad e invitarnos a descubrir, nos mostró esa forma de ser de Sri Lanka. Un carácter que va en consonancia con vivir en paz, la fraternidad y dar lo mejor de uno. Una patria bien entendida en la que los esfuerzos individuales favorecen la colectividad.

Grupo de niños en las celebraciones de Año Nuevo

La huella sagrada de Sri Pada

En nuestro segundo viaje hicimos lo que no cabe en las guías. Aprendimos que en lo espontáneo se concentraban las vivencias más excitantes. Pero sobre todo, nos quitamos la etiqueta de turista. Puede que la clave de esta suerte tuviese lugar en nuestro bautismo local durante las celebraciones de Año Nuevo, jugando a la cuerda. Ese día recibimos tanto amor de los esrilanqueses que solo podíamos sentir felicidad, una idea luminosa de lo que significa  el momento presente. Esta energía nos acompañó hasta el ascenso a Sri Pada. Una montaña con forma cónica de más de dos mil metros. Su cima está custodiada por leyendas de todas las religiones. Es por ello que se ha convertido en una peregrinación en la que se concentra y convive la fe. Todos desean el mismo fin, rendir culto a la roca con hendidura ancha y alargada de casi dos metros: una pisada sagrada. Los musulmanes creen que es la huella del profeta Adán, que al ser expulsado del Jardín del Edén cayó aquí y su penitencia fue permanecer durante mil años en la misma posición. Los hindúes aseveran que fue Shiva durante su baile de creación. Un texto antiguo afirma que es la huella de Pangu, el primer hombre de la mitología china. La religión cristiana habla de Santo Tomás, introductor del cristianismo en el país. Por su parte los budistas atribuyen la pisada sagrada a Buda Siddhartha Gautama. En su primera visita a Sri Lanka pisó la cumbre con el pie izquierdo, de una zancada atravesó la bahía de Bengala posando su mano derecha en Tailandia. A mí me movía una emoción distinta, la convicción en los habitantes de Sri Lanka. Personas a las que la bondad y la sonrisa les representa. Una ciencia sin fundamentos empíricos pero que cada día nos demostraba corazones nobles, transparentes y generosos. Intangibles que enriquecían nuestro presente en el país. 

Sri Pada. pico de Adán. Sri Lanka. Clara Colorín Colorado. Psicogeografías
Vistas a Sri Pada en la mañana del descenso

Marco Polo, Ibn Battuta y ahora nosotros

Pasada la medianoche, acompañados por cientos de peregrinos, comenzamos nuestra incursión hacia el pico desde Hatton. Al inicio del sendero recibimos una bendición budista. La ruta está guiada por luces brillantes y pequeñas banderas que ondean mecidas por el viento que envuelve la montaña. Sri Pada toma la energía de los cantos espirituales, las plegarias y la esperanza de millones de feligreses y viajeros. Familias enteras cargan con los más pequeños durante la madrugada cada mes de abril para presentar sus respetos y recibir el favor de los dioses. Exploradores de diversas partes del mundo llegan movidos por una emoción profunda. No importa si no profesan ninguna religión, hay una fuerza inexplicable que les hermana y empuja escalón a escalón hasta el pico. Marco Polo, Ibn Battuta y ahora nosotros. El olor a té y los puestos de comida se unen al perfume helado de la noche. Más de 5500 peldaños escarpados hasta la huella sagrada. Cada vez pesan más las piernas y los pulmones exigen bocanadas más grandes. Tras los tramos de mayor pendiente se vislumbran las campanas, las caras de algunos peregrinos ya son rostros amigos. Personas con las que compartimos un tramo del sendero que es la vida. El dolor se mezcla con el optimismo, sabemos que queda poco. En la cumbre nos descalzamos, tocamos con vigor las campanas y presentamos nuestros respetos a la huella. Hay quienes lloran. En el horizonte se atisban las primeras luces que se hacen más fuertes con el paso del tiempo. Entonces la montaña proyecta su sombra cónica. Al peso de la niebla que envuelve Sri Pada se suma el vuelo de miles de mariposas amarillas, la recompensa del esfuerzo y el corazón abierto de quienes lo han conseguido. La energía que desprende este país no cabe en ninguna postal. 

4 comentarios en «Sri Lanka, amor a la vida»

  1. Que maravilla! Uno de mis viajes soñados y efectivamente en eso se ha quedado, en soñado. Gracias a ti lo puedo vivir con la imaginación. Me ha encantado

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