Es posible que una de las imágenes más poéticas de Oriente aterrizase en la gran pantalla en el año 2005. Rob Marshall fue el encargado de dirigir Memorias de una geisha, inspirada en la novela de Arthur Golden, mientras el resto del equipo hacía magia (Oscar a mejor dirección de arte, fotografía y vestuario). A través de su mirada descubrimos un conjunto de calles adoquinadas, puentes arqueados y tradicionales casas de madera de las que prenden sombrillas artesanales realizadas con bambú y papel washi. Un cielo engalanado de flores blancas y rosadas perfuma el aire de primavera que acaricia la tez con la sedosa textura de sus pétalos. Casas de té, okiyas, jardines que serenan el alma y un sinnúmero de templos completan este viaje de emociones en el que los poderosos y las antiguas geishas cobran vida rodeados de secretos. La obra narra la vida de Chiyo en un mundo tan prohibido como frágil en el que no se puede sobrevivir sin sus misterios. La protagonista se abrirá camino igual que el agua vence a la piedra y fluye si se siente atrapada hasta encontrar la salida. Con sandalias de madera corremos junto a ella a lo largo de un camino de toriis rojos y anaranjados que pegados los unos a los otros marcan las curvas y vueltas hasta la cumbre del monte Inari mostrando una ondulante senda de plegarias y buena suerte. En el altar principal del templo, en una caja de ofrendas llamada saisen-bako deposita unas monedas, toca el gong para purificar el espacio y atraer la atención de los espíritus, inclina la cabeza y, concentrada, con los ojos cerrados expresa su deseo en silencio: convertirse algún día en geisha para reencontrarse de algún modo con la única persona que le ha regalado una muestra de cariño en su nueva vida. Kioto, antigua capital de Japón durante más de mil años, conserva un espléndido patrimonio histórico, cultural y religioso cuya belleza ha servido para que sobreviviera al arma más destructiva conocida por la humanidad: la bomba atómica. Antes de que la ciudad se desperece, cuando las geishas aún duermen y la luz es la promesa que titila en el horizonte a punto de llegar comienza este viaje. Un rumor de melancolía y utopías orientales que vibra en mi memoria y nos asoma a los entresijos del alma nipona. Son las fotografías el testigo de esta divina realidad.
En el corazón histórico de Kioto
Caminar sola a primera hora de la mañana por las medievales calles del centro es sumergirse en una atmósfera pretérita. Deambulo con mi dorayaki por la ciudad adormecida y reparo en pequeños detalles como los bordes de sus tejados que se alzan al cielo buscando abrazarlo. Una elevación espiritual que no solo conecta la psique del edificio y de quienes moran en él con las deidades, también protege de los malos espíritus. Las emblemáticas y empinadas vías de Ninen zaka y Sannen zaka, situadas en el barrio de Higashiyama, corazón histórico de Kioto, siguen siendo animados corredores comerciales y parte de la peregrinación de los viajeros y feligreses que visitan la pagoda Yasaka y el templo de Kiyomizu-dera, uno de los más venerados de Japón. Su balconada de madera, construida a trece metros sobre la colina, sostenida por columnas ensambladas y sin el uso de clavos (técnica tradicional japonesa llamada tsugite-shiguchi), ofrece una de las mejores vistas de Kioto. Antes de abandonar el recinto conviene parar frente a la cascada de Otowa y beber de sus tres chorros de agua. Cada uno asociado con diferentes bendiciones: salud, amor y longevidad. Sorbitos que hidratan la mente de fe y esperanza. En el barrio de Gion ya han abierto las cafeterías más madrugadoras y los niños corren con su mochila de solapa arqueada al colegio mientras las livianas persianas de bambú cubren con los últimos sueños los dormitorios. En Kyoto Gyoen National Garden las estrelladas hojas de arce han comenzado a dorarse y un grupo de jubilados juega al béisbol rodeados de fornidos árboles y arbustos.
Estampas monumentales
Es difícil resumir mil años de historia imperial en una estancia de cinco días, pero sin duda una de las estampas más monumentales es el Pabellón Dorado o Kinkaju-ji. Antigua villa de descanso construida por el shōgun Ashikaga Yoshimitsu y reconvertida a su muerte en un templo zen budista. Su envoltura de láminas de oro (200.000), su ubicación junto al estanque rodeado de un precioso jardín de pinos y cerezos y el reflejo de su imagen en el agua le dotan de un aura de pureza e inmensa armonía capaz de despertar un sentimiento unísono de soledad y pertenencia abrumador. A hora y media a paso ligero se encuentra el santuario Heian Jingu. Tiempo para meditar, digerir la sobredosis de belleza y ganarme una sopa de ramen para cenar. La sorpresa allí fue coincidir con el Festival Jidai Matsuri. Una celebración que cada octubre conmemora la fundación de Kioto y ofrece una oportunidad insuperable para disfrutar de la cultura local y su historia. Un desfile de más de dos mil personas representando personajes históricos y a la gente del pueblo desde el periodo Meiji hasta el periodo Heian. Tras el último samurái se rompe el cielo, es tiempo de sopa. El ramen es uno de los muchos inventos made in China popularizado por Japón hasta hacerlo suyo. Mi olfato me conduce a un restaurante frecuentado por locales y con cocina abierta en el que sirven esta sopa en exclusividad. Sentada a la barra gozo de la primera fila para ver cómo la preparan. Mi parte favorita es cuando el cocinero extrae de una pila con agua hirviendo los escurridores individuales de noodles, sacude y arroja los restos de agua contra las rendijas del suelo. Es hipnótico observar la precisión con la que desempeña esta función, posiblemente la menos tradicional.
«Si la magia existe, colorea así»
Kioto posee una localización privilegiada. Las montañas que rodean la ciudad ejercen de centinelas naturales frente a las adversidades climatológicas y los malos espíritus al tiempo que el río Kamo abastece de vida sus orillas. En su aguas cristalinas y poco profundas pescan y posan elegantes las grullas arremolinando un cúmulo de observadores japoneses que acuden con sus lienzos a plasmar su gracia o a disfrutar de su presencia mientras disuelven el polvo de matcha con las finas hebras del chasen. En el lado este de la antigua capital se levanta Arashiyama. La «montaña de las tormentas» en la que el día se revela tardío entre las ramas de bambú. Huele al despertar de la naturaleza mientras la brisa de este otoño se cuela por los troncos haciendo danzar las ramas más altas de un lado a otro. Los rayos dorados rebotan en la corteza verde salpicando de chispas de luz la escena. El bosque entero parece una caja de música cuyo arranque de energía y frescura visual embriaga de poesía los sentidos. Si la magia existe, colorea así. En el lado oeste de Kioto se encuentra el monte Inari. Lugar sagrado desde el día en que milagrosamente creció arroz en su cima. Fue aquí donde la protagonista de Memorias de una geisha sembró su deseo. Me deslizo bajo los arcos sintoístas persiguiendo las huellas que me trajeron hasta este santuario. La suma de toriis con inscripciones en caracteres kanji de quienes pagaron por recibir bonanza apenas dejan ver la arboleda que rodea el sendero. En una de las paradas hago acopio de una tablilla de madera en la que escribiré mi deseo para la diosa Inari. En el último puesto un anciano dobla con paciencia y una asombrosa destreza trocitos de papel cuadrado. Dos dobleces sencillas, el valle y la montaña, configuran el alfabeto de infinitos que se desprende del origami. Otro invento que, sin ser suyo, Japón catapultó. Un ejercicio donde las altas dosis de creatividad y paciencia representan mundos y expresan la lírica que atesoran las matemáticas. Sopla el viento haciendo volar las grullas de papel igual que las flores de cerezo lo hicieran en la película, asaltando el cielo de Kioto para llenarlo de ilusión y esperanza.