Desde hace poco es fácil encontrar en alguno de nuestros supermercados de confianza, entre el albariño y el lambrusco, las estilosas botellas de aguja que contienen la pócima del vinho verde. El pasillo de los espirituosos ha ganado un ligero carácter internacional con este sabor fresco y afrutado que procede de un país del que podríamos sentirnos, además de vecinos, orgullosos por compartir, no sólo paisajes y estilo de vida, sino también península, historia y cultura. Las áreas vitícolas de Portugal beben de los vientos mareros, el Atlántico es uno de sus elementos distintivos, y su nacimiento coincide con las de España, ya que el cultivo de la uva fue introducido por los fenicios y cartagineses e implementado en el marco de la conquista romana. Por ello, la mayor parte de las variedades se cultivan desde tiempos remotos. El oporto y el madeira son los vinos portugueses que han gozado de mayor popularidad puesto que la producción de caldos creció exponencialmente a raíz de las relaciones comerciales con Inglaterra en las zonas cercanas a los puertos, tras el declive acaecido durante la dominación musulmana. Pero al podium de caldos portugueses podría subir pronto el vinho verde, gracias al rigor profesional con el que se crea, a las sensaciones que despierta y a un consumo cada vez más expandido. En la Costa Verde portuguesa, desde la desembocadura del río Miño en Caminha hasta el valle de Cambra al sur del Duero, se rinde pleitesía a este vino. Cien mil vides colocadas en forma de pérgola, genuinos corredores prásinos capaces de apagar la sed. Un vino joven listo para consumir en el mismo año de su producción, de color amarillo verdoso y compuesto por un abanico de fragancias cítricas. Marida a la perfección con ensaladas o pescados, pero también casa con un día de boda o al final de la tarde, cuando el sol se incrusta en el arco de hierro del Ponte Luís I y los últimos destellos doran las copas de las terrazas de Vila Nova de Gaia. Así, a orillas del Duero, surge este viaje directo al paladar.
Un paseo por Oporto
Fue un argonauta llamado Cale quien estableció, a seis kilómetros de la costa atlántica y bajo la protección del río, el puerto comercial del que nacería la ciudad de Oporto. La mejora de las condiciones de navegación, las invasiones sufridas, la fortificación del castillo en la poética colina de Pena Ventosa y la historia entrelazada de sus puentes son algunos de los mimbres sobre los que se asienta esta hermosa ciudad. A un lado del Duero la lustrosa decadencia de Oporto, al otro lado el encanto de las bodegas de Gaia. Nuestro recorrido se inicia frente a la fuente de los leones, a los pies de la Iglesia del Carmen, siamesa de Carmelitas. Dos templos que a simple vista parecen uno. Las estrechas viviendas habilitadas para los artistas encargados de tallar las capillas, altares, retablos e imágenes, son el misterioso órgano que ensambla sus arquitecturas. La escena religiosa de la fachada norte de la Iglesia del Carmen es uno de los enclaves más fotografiados. Tras salir de una de las pastelerías de la plaza, en la que sus escaparates agasajan con dulces de yema, pasteis de nata y merengues, nos dejamos guiar por el cableado del tranvía y ponemos rumbo al lugar que hace vibrar a esta ciudad: la ribera. Un camino de cuestas empinadas en el que las casas lucen escalonadas. Hay fachadas rojas, amarillas y azules. Pero sobre todo las hay recubiertas de hermosos azulejos que además de engalanar ayudan a conservar e impermeabilizar el inmueble. Los alfareros portugueses, influenciados por la porcelana china de la dinastía Ming y la cerámica holandesa de Delft, se rindieron ante el color blanco y el azul cobalto. Juntos, en la lejanía parecen invocar la gallardía del mar en oleaje o el esplendor del cielo surcado por las nubes. Eso sí, todos los hogares, sin excepción, lucen grandes cristaleras que llenan de sol los húmedos días de invierno. Las calles de Oporto están abarrotadas de comerciantes, turistas, curiosos y artistas urbanos. Buscando la luz en las vías más angostas y sombrías es fácil ver cómo ondea la ropa tendida. De la barandilla de algunos balcones prende la bandera roja y verde del país. Los colores de su tela hablan de esperanza y sacrificio. En algunos rincones se siente el fado en el alma de su gente. Las historias del vivir que en la desgarradora voz de Amalia Rodrigues son una catarsis emocional. Una tormenta de sentimientos opuestos que además de la reina del fado suscitan los boleros y rancheras cuando los canta Chavela Vargas.
Vinho verde, una combinación de melancolía y hedonismo
La estación de São Bento es una parada ineludible. Las veinte mil piezas alfareras pintadas por Jorge Colaço representan algunos de los temas portugueses más destacados, como la vida en el campo o la Batalla de Valdevez. La opulencia y el refinado estilo de su vestíbulo han llevado a São Bento a convertirse en una estación única. A la salida nos encontramos con la Iglesia de los Clérigos y su grandiosa torre. Considerado durante años el edificio más alto de Portugal con sus sesenta y siete metros de altura. Siguiendo el canto del río, el tiberio y la fuerza de la claridad llegamos a una de las orillas del Duero, donde transcurren escenas colmadas de vida. Tenderetes improvisados, parejas de enamorados y hacedores de pompas profesionales rodeados de niños boquiabiertos concurren en este paseo. Es habitual ver a los clásicos barcos de rabelo, ahora con fines turísticos. Contemplar cómo estas embarcaciones de estilo nórdico y vela cuadrada recorren los caudales del río es inspirador. Emociona imaginar cómo viajaban contracorriente, hasta las viñas de los Altos del Duero, y regresaban a Vila Nova de Gaia cargados con barricas de vino para las bodegas. En ellas el zumo de uva fermentada maduraba, se guardaba y enviaba a países de todo el mundo. No se puede ir a Oporto y no comer bacalao, el pescado más popular de la gastronomía portuguesa desde que comercializaran sal con los vikingos. Dicen que hay tantas recetas para cocinar el bacalao como días tiene el año. Nos decantamos por el bacalhau à Gomes de Sá. Un plato suave, creado por un comerciante local, en el que lo curioso es que hay que marinar el pescado en leche. Una exquisitez que acompañamos con vinho verde. Con esta fusión de sabores nos despedimos de la ciudad que dio nombre al país, Porto Cale, rememorando el momento en el que el propietario del hotel rústico de Barcelos (Casa de Sta. Comba) apareció con las botellas de aguja por primera vez. Disfrutando de este elixir amarillo verdoso con un toque chisporroteante, que es melancolía y hedonismo a la vez. Una combinación que en Portugal casa y promete convertirse en reclamo gastronómico y cultural. El vino seguirá siendo un pequeño gran placer, el hilo conductor de esta ciudad.
Espectacular este recorrido por la capital del Douro Litoral. Al leerlo creía estar delante de uno de esos bonitos documentales de La 2 en los que la narración alcanza en muchos fragmentos un tono poético y embriagador con la voz del narrador ( en nuestro caso O vinho verde). Un bonito ir y venir cuán oleaje desde el mar a la costa entre el pasado y el presente.
Muchas gracias Juan Antonio por leerme y dedicarme unas palabras tan bonitas, ha sido un placer hacerte viajar por esta tierra que tanto te gusta.