Clavo, pimienta negra y canela se entremezclan en el aire con la humedad del salitre mientras las mariposas revolotean y visten el cielo de pigmentos infinitos. La atmósfera es tan densa que pesa, tan empapada en sal que el peine que utilizo para recomponerme al salir del aeropuerto se acopla en mi cabello igual que una peineta folclórica. A última hora de la tarde el sol ya no quema y las calles se llenan de niños uniformados que salen corriendo del colegio. Tienen la obligación de disfrutar, de jugar antes de convertirse en adultos. A la alegría infantil se unen las voces del tendero de la esquina. Acaba de sacar más de diez patos crujientes y si no los vende ahora mañana tendrá que tirarlos. La calle principal es todo el poblado. Una algarabía, una hilera de chabolas de colores a ambos lados con los techos de uralita oxidados y las puertas abiertas. El suelo permanece encharcado, pavimentar carreteras es un lujo que no se vislumbra en las zonas humildes. Las escenas se solapan porque la vida se desarrolla de puertas afuera. Las familias son comunidades enormes que se arropan los unos a los otros. Madres sentadas con niños en su regazo, otros trabajan en los puestos de frutas tropicales, de neumáticos, de marcos de ventana. De lo que sea. También hay quien se esconde perezoso reclamando un poco de paz. Entre todos forman un delicado ecosistema humano. Palmeras kilométricas, bicicletas de los años cincuenta e incluso carros tirados por bueyes completan el panorama urbano de Zanzíbar. El último tenderete incluye un váter rosa, quizá como silla, quizá como objeto a la venta, ambas opciones casan en África. Y es la demostración audiovisual de que el mundo se divide en dos. Los que gozan de libertad para poder elegir bien o mal y los que protagonizan el telediario por hambre y epidemias: los que luchan por sobrevivir. El paisaje nos construye desde que venimos al mundo. El día se apaga cuando llegamos al hotel. Dejamos la maleta y caminamos hacia el mar hasta que las olas nos tocan los pies. Esa noche no hay ni luna ni estrellas sino una oscuridad hipnótica y absorbente. Son el cielo y el océano fundidos en un negro interminable. Al otro lado, las costas de India y Sri Lanka.
Hakuna Matata
La arena es fina y blanca como la harina, y cuando el sol brilla por la mañana el agua se colorea de turquesa, sin embargo la marea es baja desde temprano, parece que el Índico se hubiera convertido en una enorme manta azul y estuviesen tirando de ella a seis horas de distancia, bañando con pasión la cara opuesta del mapa. La orilla de Pwani, más allá de las tumbonas y las sombrillas, está abarrotada por los miembros de una tribu ancestral. Cubiertos con sus finas mantas en tonos rojizos y purpúreos los masáis han cambiado las cabras por el pastoreo de turistas y la caza del dólar americano. Cuando rechazamos a uno tenemos a otro encima. De camino al arrecife, sin querer vamos rodeados por un grupo que canta en suajili “Jambo, Jambo bwana/ Habari gani/ Mzuri sana/ Wageni, Wakaribishwa/ Kenya yetu Hakuna Matata…” que en resumen significa “no te preocupes, eres bienvenido”. Vemos los cultivos de algas en los que trabajan las mujeres. Dicen que en Zanzíbar no se comen, que las exportan a China donde se utilizan en alimentación, medicina y cosmética. Con los pepinos de mar fabrican zapatos. Tras colocarme las estrellas de mar igual que si la naturaleza necesitase orden llega la sorpresa. “Los amigos” ponen precio a su acompañamiento y es la sensación, una vez más, de que la amabilidad está prostituida y de que en ocasiones son ellos mismos quienes retroalimentan el souvenir del negrito, que no es otro que el de meterse en todas tus fotos como si eso las dotase de autenticidad. Una hora de lluvia inclemente limpia la decepción y ponemos rumbo a The Rock. Un viejo asentamiento de pescadores que ahora es uno de los restaurantes más insólitos e icónicos del planeta. Un torreón natural que emerge del agua sobre el que se ubica una casita de estética isleña construida con madera y paja. En The Rock sirven comida italiana y marisco del día. Cuando la marea es alta el único acceso es una barca. La imagen con el cielo saturado y el sabor del negroni se sobreponen al amargor de “lo gratis”.
Saltos imposibles en Zanzíbar
En Stone Town se palpa un tiempo que se cae a pedazos. Callejuelas estrechas comidas por la sombra, el abandono y el rocío que penetra en las paredes. Puertas talladas con esmero y ropa tendida. Es la suma de las colonizaciones y su dejadez, es memoria áspera de la esclavitud y las antiguas rutas de comercio. Es la cuna de Freddie Mercury y la tumba de David Livingstone, quien luchó por que nadie perteneciera a nadie. Algunos turistas han popularizado la azotea abalconada de ébano del Emerson Spice Hotel, otros prefieren dormir en las confortables camas con dosel suajili del Tembo House Hotel, pero todos coinciden en la búsqueda de la Casa de Tippu Tip. El que fue el mayor comerciante de esclavos y marfil de África Oriental. Más de seiscientas mil personas fueron vendidas entre 1830 y 1873. Después de las callejuelas más pobres e impopulares y del estudio de fotografía del fallecido Ranchod Oza con paredes empapeladas de imágenes antiguas, mi lugar favorito es el restaurante de playa del Livingstone, antiguo consulado británico. Suele haber música en vivo y están especializados en el atardecer, cuando la gente se relaja y te regala escenas genuinas. Una familia que se baña, un chico haciendo piruetas en la arena. La última parada es el Parque Forodhani que a estas horas está colmado de gente local que se da cita en un espectáculo de saltos. Chicos que durante unos segundos vuelan con el entusiasmo que impulsa los barcos de Zanzíbar. Madera de acacias, hilo de coco y una vela triangular sobre bases móviles. Barcos que han hecho viajar perlas e incluso una jirafa hasta China sin más herramientas para la navegación que un kamal para encontrar la Estrella Polar en el firmamento. En esos saltos imposibles como un mundo sin besos cabe todo. Un mundo entero de frenesí y de angustia. De amor y tristeza. Pero sobre todo de una ilusión desbocada para romper durante unos segundos las ataduras, desplegar las alas y sentir mecidos por el aire la libertad de alcanzar otras costas.
Efectivamente, la amabilidad está prostituida…. Pero qué buenos momentos cuando te relajas entre las estrellas y la arena de la playa con la negrura Marcelo al frente.
Marcielo! Jijiji
fundidos en un negro infinito 😉
Me encanta como lo describes, me transporta a esos lugares tan lejanos😍😍
Muchas gracias Victoria 🙂