Pegada a la ventanilla del coche con no más de cinco años comencé a gritar alarmada en cuanto vi el cartel tachado de Trujillo imaginando que acabábamos de abandonar Extremadura. No tenía ni idea de geografía pero sí sabía que salía de mi zona de confort: los mimos de mi abuela.
Esa fue la primera de muchas mudanzas debido al trabajo de mis padres. Hacer maletas y comenzar en un nuevo cole era el pan de cada día pero lo peor era ser considerada forastera. Curioso tratamiento teniendo en cuenta que nunca llegamos a salir de la misma comunidad autónoma. Además, nuestros viajes en el Opel Kadett no iban más allá de la Garganta de Cuartos, el Guijo, el pinar, Trujillo o Santa Cruz de Mudela (hogar de mi abuela manchega). Pero que nadie sienta pena porque en mi memoria estos años siguen conformando una infancia feliz y divertida. Fui de esas niñas afortunadas cuyos padres le dedicaron tiempo. Un bien inmaterial del que pocos pueden alardear ahora.
Un día mi padre trajo a casa un vídeo y comencé a viajar a sitios muy lejanos. Mis destinos solían ser Estados Unidos y algún planeta nuevo descubierto por un grupo de científicos locos que se empeñaban en ir a buscar vida inteligente. Normal, la de aquí nos sabía a poco. Estoy hablando del cine que veíamos en casa, que puso los cimientos de mi imaginación, alimentó mis sueños y me brindó mis primeras noches de insomnio. Durante esa etapa de mi vida acompañé a Makulay Culkin perdido en Nueva York. Conocí a los nativos americanos y bailé con lobos de la mano del Teniente John J. Dunbar. También volé hasta la Isla Nublar junto al Doctor Alan Grant para quedarnos boquiabiertos ante el primer Brachiosaurus. Y cómo no, recorrí los Estados Unidos de costa a costa con unas Nike y Forrest Gump. Mi película preferida porque además tiene la mejor banda sonora de todos los tiempos.
Al llegar la universidad continuaron las mudanzas y estudié en Salamanca, Sevilla y Barcelona, hasta acabar trabajando en Madrid. El cine también siguió presente pero esta vez más europeo: Amelie, Bridget Jones o Antes del amanecer. Mi pequeña incursión en Asia llegó de la mano de Lost in Translation y Diario de una geisha.
Un día comencé a hacer realidad todos estos destinos. Me trasladé a Dubai con Jorge y empecé a teletransportarme a mil lugares distintos que sólo había visto en largometrajes y de los cuales he aprendido sin escrúpulos. El mundo es inmenso, espectacular y encierra lugares tan hermosos como enigmáticos. Durante estos años he recorrido el río Colorado, he pasado el nyepi en Bali, tomado el té a las 5 en Londres, subido a lomos de un elefante en Sri Lanka, disfrutado de la ópera en Sídney y visto la jungla de cristal desde Top of the Rock. También he contemplado campos de arroz y plantaciones de té en Vietnam, tomado champagne en París, disfrutado del sol naciente en Japón, paseado por la antigua capital del reino de los nabateos en Jordania y mucho más. Sin embargo, cuantos más lugares visito más me doy cuenta de lo extraordinario que podemos llegar a ser los humanos. He aprendido de culturas antagónicas a la mía, he estrechado a gente contraria a mí y cómo no, he intentado comer con palillos y rodeada de bichos acechando mi plato. Viajar no es contar destinos en el perfil de tu red social sino eliminar prejuicios. La experiencia debe golpearte y formar parte de tu cuerpo como la cicatriz del ombligo, para siempre. Qué maravilloso es cuando nos damos cuenta de que nuestras diferencias son enriquecedoras. La amabilidad, el respeto y una sonrisa abren puertas, la capacidad para escuchar y empatizar derriban muros.
La vida es como una caja de bombones, nunca sabes cuál te va a tocar.
Forrest Gump.